Библиотека   <<    Историята на Сиди-Нeман    >>   Приказки от 1001 нощ   

HISTORIA DEL JOVEN DUEÑO DE LA YEGUA BLANCA

Las mil y una noches



Entonces el joven comenzó a recobrar el aliento perdido, y tras de alzar la cabeza, besó la tierra una vez más entre las manos del sultán, y dijo:

"Has de saber ¡oh Emir de los Creyentes! que soy muy conocido en mi barrio, donde me llaman Sidi Nemán. Y la historia que es mi historia y que, por orden tuya, voy a contarte, constituye un misterio de la fe musulmana. Y si estuviera escrita con agujas en el ángulo interior del ojo, serviría de enseñanza a quien la leyera con espíritu atento".

Y el joven se calló un instante para reunir en la memoria todos sus recuerdos, y prosiguió:

"Cuando murió mi padre, me dejó lo que Alah me había escrito para herencia. Y advertí que los beneficios de Alah sobre mi cabeza eran más numerosos y más escogidos de lo que anhelara nunca mi alma. Y además observé que de día en día yo iba siendo el hombre más rico y más considerado de mi barrio. Pero mi nueva vida, lejos de infundirme pedantería y orgullo, no hizo más que desarrollar mis acentuadas aficiones a la calma y a la soledad. Y continué viviendo soltero, felicitándome todas las mañanas de Alah por no tener preocupaciones de familia ni responsabilidades. Y me decía todas las noches: «¡Ya Sidi Nemán, cuán modesta y tranquila es tu vida! ¡Y cuán deleitosa es la soledad del celibato!»

Pero, un día entre los días, i oh mi señor! me desperté con un violento e incomprensible deseo de cambiar de vida repentinamente. Y entró en mi alma este deseo bajo la forma del matrimonio. Y en aquella hora y en aquel instante, me levanté, movido por los movimientos interiores de mi corazón, diciéndome:

"¿No te da vergüenza, ya Sidi Nemán, vivir de tal suerte, solo en esta morada, como un chacal en su guarida, sin ninguna presencia dulce al lado tuyo, sin un cuerpo de mujer fresco siempre para refrescarte los ojos y sin ningún afecto que te haga sentir que en realidad vives del soplo de tu Creador?

¿Esperas, pues, para conocer las ventajas de nuestras jóvenes a que los años te hayan vuelto impotente y bueno, cuando más, para ver sin consecuencias!"

Ante estos pensamientos tan naturales, que acudían a mi espíritu por vez primera, no vacilé ya más en seguir las incitaciones de mi alma, puesto que el alma nos es cara y todos sus anhelos merecen ser satisfechos.

Pero como yo no conocía a mujeres casamenteras que pudiesen buscarme una esposa entre las hijas de los notables de mi barrio y de los mercaderes ricos del zoco, y como, por otra parte, estaba muy resuelto a casarme con conocimiento de causa, es decir, dándome cuenta por mis propios ojos de los encantos y cualidades de mi esposa, y no siguiendo la costumbre que exige no se vea el rostro de la desposada más que después de extendido el contrato y de las ceremonias matrimoniales, me decidí a elegir a mi esposa sencillamente entre las hermosas esclavas que se venden y se compran.

Así salí de mi casa inmediatamente y me dirigí al zoco de los esclavos, diciéndome: "¡Ya Sidi Nemán, excelente es tu determinación de tomar esposa entre las jóvenes esclavas en vez de buscar alianza con las muchachas notables! Porque con eso eludes muchos fastidios y trabajos, no sólo evitándote el tener a tu espalda la nueva familia de tu esposa, y en tu estómago las miradas, de continuo enemigas, de la madre de tu esposa, vieja calamitosa ciertamente, y en tus hombros la carga de los hermanos mayores y menores de tu esposa, y de los parientes viejos y jóvenes de tu esposa, y de las relaciones enfadosas y pesadas de tu tío, padre de tu esposa, sino también alejando de ti las futuras recriminaciones de la hija de notables, que no dejaría de hacerte sentir en toda ocasión que era de extracción superior a la tuya, y que para con ella no tenías más que deberes, y que le debías todos los miramientos y todas las obligaciones.

Y entonces sería cuando podrías desear tu vida de soltero y morderte los dedos hasta hacerte sangre. ¡Mientras que escogiendo por ti mismo una esposa probada con tus ojos y con tus dedos y que no tenga nada que la ate y esté sola en absoluto con su belleza, simplificas tu existencia, te evitas complicaciones y tienes todas las ventajas del matrimonio sin tener sus inconvenientes!"

Y alimentando aquella mañana estos pensamientos nuevos, ¡oh Emir de los Creyentes! llegué al zoco de esclavas para escoger una esposa agradable con quien vivir entre dulzuras de todas clases, amor mutuo y bendiciones. Porque como por naturaleza estaba yo capacitado para el afecto, anhelaba con todas mis fuerzas encontrar en la joven de mi agrado las cualidades de alma y cuerpo que me permitieran consagrar a ella las reservas acumuladas de una ternura de la que todavía no había consagrado la menor partícula a ningún otro ser viviente.

Aquel era precisamente día de mercado, y un arribo reciente había traído a Bagdad hacía poco muchachas jóvenes de Circasia, de Jonia, de Arabia, del país de los Rums, de la ribera anadoliana, de Serendib, de la India y de la China.

Cuando llegué al centro del mercado, los corredores y los subastadores ya habían dispuesto allí los diversos lotes separadamente para evitar los desórdenes que hubiese ocasionado la mezcla de aquellas razas distintas. Y en cada uno de aquellos lotes se ponía bien de relieve a cada joven, de modo que se la pudiese examinar en todos sentidos y que cada trato se ultimase a sabiendas y sin engaños.

Y el Destino quiso -¡nadie podría escapar a su destino!- que mis primeros pasos se encaminasen por sí mismos hacia el grupo de las jóvenes llegadas de las Islas del extremo Norte.

Además, aunque mis pasos no se hubiesen encaminado por sí mismos hacia aquel lado, hacia aquél habrían mirado mis ojos inmediatamente. Porque aquel grupo se distinguía, entre los grupos más sombríos que estaban próximos a él, por su claridad y por una cascada de pesadas cabelleras, amarillas como el oro, que ondulaban sobre cuerpos de una blancura de plata virgen. Y las jóvenes que en pie integraban aquel grupo se parecían todas de manera extraña, como las hermanas se asemejan a sus hermanas cuando son del mismo padre y de la misma madre.

Y todas tenían los ojos azules cual la turquesa iránica cuando todavía conserva la humedad de la roca.

Y yo, que en mi vida ¡oh mi señor! había tenido ocasión de ver jóvenes de una belleza tan extraña, estaba maravillado y sentía que se me salía el pecho del alma en pos de aquel espectáculo emocionante. Y al cabo de una hora de tiempo, sin poder llegar a fijar mi elección en alguna de ellas, que todas eran igualmente hermosas, cogí de la mano a la que me parecía que era la más joven y en seguida la adquirí sin regatear ni escatimar. Porque la circundaban por entero las gracias, y era como la plata en la mina y como la almendra mondada, clara y pálida hasta el exceso, con su vellón de seda amarilla, con inmensos ojos mágicos, azules, bajo sombrías pestañas curvadas como las hojas de las cimitarras y velando una mirada de dulzura marina. Y a su vista me acordé de esos versos del poeta:

       ¡Oh tú, cuya preciosa tez está matizada de ámbar como la tez de la rosa china, y cuya boca con su contenido es una manzanilla purpúrea que floreciera sobre dos sartas de granizos!
       ¡Oh poseedora de dos ojos de ágata sombreados por pétalos de jacinto y más rasgados que los de una antigua faraona!
       ¡Oh espléndida! ¡Si te comparase a las más bellas de nuestras amadas me equivocaría, pues eres bella sin comparación!
       ¡Pues aunque sólo tuvieras el grano de belleza que se aloja en el hoyuelo amable de la comisura de tus labios, harías que los humanos titubearan en la locura!
       ¡Aunque sólo tuvieras esas piernas esbeltas que se yerguen mirándose en el espejo de tus pies desnudos, superarían ellas a los juncos que se miran en el agua!
       ¡Aunque sólo tuvieras ese talle dócil al ritmo de tus esplendores, darías envidia a las ramas tiernas del árbol ban!
       ¡Y aunque sólo tuvieras ése tu porte, más magnífico que el de un navío sobre el mar cuando lo tripulan piratas, martirizarías con tus pupilas a los corazones todos!

Y cogí, pues, de la mano a la joven, ¡oh mi señor! y tras de proteger con mi manto su desnudez, me la llevé a mi morada. Y me complació con su dulzura, su silencio y su modestia. Y comprendí hasta qué punto me atraía su belleza exótica, su palidez, sus cabellos amarillos como el oro en fusión y sus ojos azules, siempre bajos, que eludían siempre los míos por timidez, sin duda alguna. Y como ella no hablaba nuestra lengua y yo no hablaba la suya, evité fatigarla con preguntas que quedarían sin respuestas. Y di gracias al Donador, que había conducido a mi morada una mujer cuya contemplación ya por sí sola constituía un encanto.

Pero la misma noche de su entrada en la casa no dejé de notar en ella cosas singulares. Porque en cuanto cayó la noche, sus ojos azules sé hicieron más sombríos, y su mirada, anegada en dulzura durante el día, se tornó chispeante, como animada de un fuego interior. Y la poseyó una especie de exaltación que se traducía en sus facciones por una palidez mayor aún y por ligero temblor de los labios. Y de cuando en cuando miraba hacia la puerta, como si deseara tomar el aire. Pero como la hora nocturna no era favorable al paseo, y además ya era tiempo de tomar nuestra cena, me senté y la hice sentarse a mi lado.

Y mientras esperábamos a que nos sirvieran la comida, quise aprovechar la oportunidad para hacerle comprender hasta qué punto su llegada era una bendición para mí y los tiernos sentimientos que germinaban en mi corazón al verla. Y la acaricié dulcemente, y traté de mimarla y de domesticar su alma extranjera. Y la cogí la mano dulcemente y me la llevé a los labios y al corazón. Y pasé ligeramente mis dedos por la seda incitante de su cabellera, con tanto cuidado como si tocara una antiquísima tela pronta a abrirse al menor contacto. Y ya no olvidaré ¡oh mi señor! lo que hube de experimentar a aquel contacto. En vez de sentir la tibieza de los cabellos vivos, fué como si las crines amarillas de sus trenzas se hubiesen extraído de algún metal helado, o como si mi mano, al acariciar aquel vellón, rozara seda empapada en nieve derretida. Y a la sazón no dudé de que su cabellera estuviese desde un principio tejida por entero con hilillos de filigrana de oro.

Y pensé con mi alma en la omnipotencia infinita del Dueño de las criaturas, que en nuestros climas hace don a nuestras jóvenes de sus cabelleras negras y cálidas como el ala de la noche, y corona la frente de las claras hijas del Norte con esa corona de llama congelada.

Y ¡oh mi señor! no pude por menos de emocionarme con una emoción mezcla de asombro a la par que de delicias al saberme esposo de una criatura tan rara y tan diferente a las mujeres de nuestros climas. Y hasta tuve la percepción de que ella no era de mi sangre ni de nuestra extracción común. Y en poco estuvo que no le atribuyera de pronto dones sobrenaturales y virtudes desconocidas. Y la miré con admiración y asombro.

Pero en seguida entraron los esclavos llevando a la cabeza las bandejas cargadas de manjares, que colocaron ante nosotros. Y observé que, no bien vió aquellos manjares, se acentuaba el azoramiento de mi esposa, y que por sus mejillas de raso mate pasaban alternativas de rubor y de palidez, en tanto que se dilataban sus ojos, fijos en los objetos sin verlos.

Y atribuyendo todo aquello a su timidez y a su ignorancia de nuestras costumbres, quise animarla a probar los manjares servidos, y empecé por un plato de arroz cocido con manteca, del que me puse a comer utilizando para ello los dedos, como hacemos generalmente. Pero aquello, en lugar de abrir el apetito en el alma de mi esposa, debió ocasionarle, a no dudar, un sentimiento parecido a la repulsión, si no a la náusea. Y lejos de seguir mi ejemplo, volvió ella la cabeza y miró en torno suyo como buscando algo. Después, tras de un largo rato de vacilación, como viera que mi mirada le suplicaba que tocase a los manjares, se sacó del seno un estuchito tallado en un hueso de niño, y extrajo de él un finísimo tallo de grama, semejante a esos menudos tallos que utilizamos de limpia-oídos. Y cogió delicadamente con dos dedos aquel tallito puntiagudo y se puso a pinchar con él lentamente el arroz y a llevárselo a los labios más lentamente todavía y grano a grano. Y entre cada dos de sus minúsculos bocados dejaba transcurrir un largo intervalo de tiempo. De modo que ya había acabado yo mi comida cuando ella aún no habría tomado de aquella manera más de una docena de granos de arroz. Y eso fué cuanto quiso comer aquella noche. Y me pareció adivinar, por un gesto vago, que estaba harta. Y no quise aumentar su azoramiento ni enfadarla insistiendo para que tomase algún otro alimento.

Y aquello no hizo más que afirmarme en la creencia de que mi esposa extranjera era un ser diferente a los habitantes de nuestros países. Y pensaba para mi fuero interno: "¿Cómo no ha de ser distinta a las mujeres de aquí esta joven que, para alimentarse, sólo necesita la pitanza que un pajarito? Y si así es en cuanto a las necesidades de su cuerpo, ¿qué será en cuanto a las necesidades de su alma?" Y resolví consagrarme por completo a tratar de adivinar su alma, que me parecía impenetrable.

Y procurando darme a mí mismo una explicación plausible de su manera de obrar, me imaginé que no tendría ella costumbre de comer con hombres, menos aún con un marido, ante quien tal vez la habrían enseñado a que se contuviera. Y me dije: "¡Sí, eso es! Ha llevado la continencia demasiado lejos porque es sencilla e inocente. ¡O acaso haya cenado ya! O bien si no lo ha hecho todavía, se reserva para comer sola y con libertad".

Y al punto me levanté y la cogí de la mano con precauciones infinitas, y la conduje a la estancia que le había hecho preparar. Y allí la dejé sola, a fin de que quedase libré de obrar a su antojo. Y me retiré discretamente.

Y por miedo a molestarla o a parecerle importuno, no quise entrar aquella noche en el aposento de mi esposa, como, por lo general, hacen los hombres en la noche nupcial, sino que, al contrario, pensé que con mi discreción me atraería la gracia de mi esposa y así le demostraría que los hombres de nuestros países están lejos de resultar brutales y desprovistos de cortesía y saben, cuando es preciso, aparecer delicados y reservados. No obstante, ¡oh Emir de los Creyentes! por tu vida te juro que aquella noche no me faltó el deseo de penetrar en mi clara esposa, la joven hija de hombres del Norte, que era dulce a mi vista y que había sabido encantar mi corazón con su gracia extraña y el misterio que la envolvía. Pero era mi placer demasiado precioso para comprometerme precipitando los acontecimientos, y sólo ganancias podría reportarme el preparar el terreno y dejar que el fruto perdiera su acidez y llegara a plena madurez con la lozanía conveniente. Sin embargo, pasé aquella noche presa del insomnio, pensando en la belleza rubia de la joven extranjera que perfumaba mi morada, y cuyo cuerpo lustral me parecía sabroso como el albaricoque cogido bajo el rocío, y aterciopelado como él y como él deseable.

Y al día siguiente, cuando nos reunimos para comer, la acogí con semblante sonriente e inclinándome ante ella, como había visto hacer en otras ocasiones a los emires de Occidente llegados aquí o enviados de parte del rey de los francos. Y la hice sentarse a mi lado ante las bandejas de manjares, entre los cuales había, como la víspera, un plato de arroz cocido con manteca y cuyos granos estaban sueltos, maravillosamente condimentados y perfumados con manteca. Pero mi esposa se condujo exactamente igual que la víspera, sin tocar más que al plato de arroz, con exclusión de todos los demás manjares y pinchando lentamente los granos uno a uno con el limpiaoídos para llevárselos a la boca.

Y yo, aún más sorprendido que la víspera por aquella manera de comer, pensé: "¡Por Alah! ¿dónde ha podido aprender a comer el arroz de esta manera? Acaso con su familia, en su país. ¿0 tal vez lo hace así porque come muy poco? ¿O es que quiere contar los granos de arroz, a fin de no comer una vez más que otra? Pero si se conduce así por espíritu de economía y para enseñarme a no ser pródigo, por Alah que se equivoca, pues nada tenemos que temer por ese lado, y no será eso lo que pueda arruinarnos un día. Porque, gracias al Retribuidor, tenemos para vivir con gran desahogo y sin privarnos de lo necesario ni de lo superfluo.

Pero, hubiera o no comprendido mis pensamientos y mi perplejidad, mi esposa no dejó de comer de aquella manera incomprensible. Y como si hubiera querido apenarme más todavía, pinchó los granos de arroz más de tarde en tarde, y acabó por limpiar el tallito puntiagudo sin decirme una sola palabra ni mirarme, guardándolo en su estuche de hueso. Y aquello fué todo lo que la vi hacer aquella mañana. Y he aquí que, por la noche, al cenar, ocurrió exactamente lo mismo, así como al día siguiente y cuantas veces nos pusimos ante el mantel extendido para comer juntos.

Cuando me di cuenta de que no era posible que una mujer viviese con tan poco alimento como la veía tomar, ya no dudé de que tras ello hubiese algún misterio más extraño todavía que la existencia de mi esposa. Y aquello me hizo tomar el partido de aguardar aún, abrigando la esperanza de que con el tiempo se acostumbraría ella a vivir conmigo, como anhelaba mi alma. Pero no tardé en advertir que era vana mi esperanza y que, costase lo que costase, tenía que decidirme a dar con la explicación de aquella manera de vivir tan distinta a la nuestra. Y he aquí que se presentó la ocasión por sí misma cuando yo menos la esperaba.

En efecto, al cabo de quince días de paciencia y de discreción por mi parte, resolví intentar una visita por primera vez a la cámara nupcial. Y una noche en que yo creía que mi esposa dormía hacía largo rato, me dirigí muy sigilosamente al aposento que ocupaba ella en el lado opuesto al mío, y llegué a la puerta de su cuarto, apagando mis pasos por temor a turbar su sueño. Porque no quería despertarla muy bruscamente, a fin de poder contemplarla a mi sabor dormida, figurándomela, con sus párpados cerrados y sus largas pestañas curvadas, tan hermosa como las huríes del cielo.

Y he aquí que, cuando llegué a la puerta, oí dentro los pasos de mi esposa. Y como yo no podía comprender qué propósito la retenía aún despierta a hora tan avanzada de la noche, me indujo la curiosidad a esconderme detrás de la cortina de la puerta para ver qué ocurría. Y en seguida se abrió la puerta, y mi esposa apareció en el umbral vestida con sus trajes de calle y deslizándose por las baldosas de mármol sin hacer el menor ruido. Y la miré al pasar ella por delante de mí en la oscuridad, y asombrado se me congeló la sangre en el corazón. En medio de las tinieblas, su faz entera aparecía iluminada por los dos tizones de sus ojos, semejantes a los ojos de los tigres, que se dice que arden en la oscuridad e iluminan el camino del exterminio y la matanza. Y se parecía a esas figuras medrosas que en sueños nos envían los genn malhechores cuando quieren hacernos prever las catástrofes que traman contra nosotros. ¡Hasta ella me parecía una gennia de la especie más cruel, con su cara pálida, sus ojos incendiarios y sus cabellos amarillos, que se erizaban de un modo terrible en su cabeza! Y yo ¡oh mi señor! sentí que se me encajaban y se me rompían las mandíbulas, y que se me secaba la saliva en la boca, que me quedaba sin aliento. Por otra parte, aunque hubiese podido moverme, me habría guardado mucho de hacer el menor acto de presencia detrás de aquella cortina, en aquel sitio que no me correspondía.

Esperé, pues, a que ella se alejase para salir de mi escondrijo, recobrando el aliento perdido. Y me dirigí a la ventana que daba al patio de la casa, y miré a través de la celosía. Y pude ver que abría ella la puerta de la calle y salía, hollando apenas el suelo con sus pies desnudos. Y la dejé alejarse un poco, y corrí a la puerta que había dejado ella entreabierta y la seguí de lejos, llevando mis sandalias en la mano. Y afuera todo estaba iluminado por el cuarto menguante de la luna, y el cielo entero se desplegaba sublime, como todas las noches, con sus luces titilantes. Y a pesar de mi emoción, elevé mi alma hacia el Dueño de las criaturas y dije mentalmente: "¡Oh Señor, Dios de exaltación y de verdad! ¡sé testigo de que he obrado con discreción y honradez respecto de mi esposa, esa hija de extranjeros, aunque desconozco todo lo referente a ella, que acaso pertenezca a una raza descreída que ofenda Tu faz, Señor! Y ahora no sé qué va a hacer esta noche bajo la claridad propicia de Tu cielo. Pero que ni de cerca ni de lejos aparezca yo como cómplice de sus acciones. Porque de antemano las repruebo si son contrarias a Tu ley y a la enseñanza de Tu Enviado (¡con El la paz y la plegaria!)"

Y tras de calmar así mis escrúpulos, no vacilé más en seguir a mi esposa adonde fuese.

Y he aquí que atravesó ella todas las calles de la ciudad, caminando con notable seguridad, como si hubiese nacido entre nosotros y se hubiese criado en nuestros barrios. Y yo la seguía de lejos al revolar de su cabellera, que huía siniestramente detrás de ella en la noche. Y llegó ella a las últimas casas, traspuso las puertas de la ciudad y penetró en los campos deshabitados que desde hace centenares de años sirven de morada a los muertos. Y dejó atrás el primer cementerio, cuyas tumbas eran excesivamente antiguas, y se apresuró a entrar en el que se seguía enterrando a diario. Y yo pensaba: "Seguramente tiene aquí muerta una amiga o una hermana de las que con ella vinieron de países extranjeros. Y quiere cumplir sus deberes cerca de ella durante la noche, en medio de la soledad y del silencio". Pero de pronto recordé su aspecto terrible y sus ojos inflamados, y de nuevo se me agolpó la sangre en el corazón.

Y he aquí que surgió de entre las tumbas una forma cuya especie no podía yo adivinar aún y que salió al encuentro de mi esposa. Y por el horror de su fisonomía y por su cabeza de hiena carnicera, reconocí una ghula en aquella forma sepulcral.

Y caí en tierra detrás de una tumba, porque me flaquearon las piernas. Y merced a aquella circunstancia, a pesar de la sorpresa espantosa que me embargaba, pude ver a la ghula, que no me veía, aproximarse a mi esposa y cogerla de la mano para llevarla al borde de una fosa. Y se sentaron ambas, una frente a otra, al borde de aquella fosa. Y la ghula se inclinó hasta el suelo y se incorporó sosteniendo en sus manos un objeto redondo, que entregó en silencio a mi esposa. Y en aquel objeto reconocí un cráneo humano recientemente separado de un cuerpo sin vida. Y mi esposa, lanzando un grito de bestia feroz, clavó con fruición sus dientes en aquella carne muerta y se puso a roerla de un modo horroroso.

Al ver aquello, ¡oh mi señor! sentí que el cielo se desplomaba con todo su peso sobre mi cabeza. Y en mi espanto, debí lanzar un grito de horror que traicionó mi presencia. Porque de improviso vi a mi esposa de pie sobre la tumba que me cobijaba. Y mirábame con los ojos del tigre hambriento cuando va a caer sobre su presa. Y ya no dudé de mi perdición irremisible. Y antes de que yo tuviese tiempo de hacer el menor movimiento para defenderme o para pronunciar una fórmula invocadora que me precaviera contra los maleficios; la vi extender el brazo por encima de mí y gritar ciertas sílabas en una lengua desconocida que tenía acentos semejantes a los rugidos que se oyen en los desiertos.

Y apenas hubo ella vomitado aquellas sílabas diabólicas, de repente me vi metamorfoseado en perro. Y mi esposa se precipitó sobre mí, seguida de la espantable ghula. Y tan violentamente la emprendieron ambas conmigo a puntapiés, que no sé cómo no me quedé muerto en el sitio. Sin embargo, el peligro extremado en que me encontraba y el apego a la vida me dieron fuerza y valor para saltar sobre mis cuatro patas y ponerme en fuga con el rabo entre las piernas, perseguido con igual furor por mi esposa y por la ghula. Y sólo cuando me arrojaron muy lejos del cementerio fué cuando cesaron de maltratarme y de correr detrás de mí, que ladraba de dolor lamentablemente y me caía cada diez pasos. Y las vi volverse al cementerio. Y me apresuré a franquear las puertas de la ciudad, como un perro perdido y desgraciado.

Y al día siguiente, tras de una noche pasada dando tumbos por la ciudad y evitando los mordiscos de los perros de barrio, que me perseguían como a intruso, se me ocurrió la idea de refugiarme en cualquier parte para escapar a sus ataques crueles. Y me metí con viveza en la primera tienda abierta a aquella hora temprana. Y fui a esconderme en un rincón para sustraerme a su vista.

Aquella tienda era de un vendedor de cabezas y patas de carnero. Y el tendero me protegió en un principio contra mis agresores, que querían penetrar en persecución mía hasta el interior de la tienda. Y consiguió echarlos y alejarlos; pero fué para volver a mi lado con el propósito evidente de espantarme. Y vi, en efecto, que no podía contar con el asilo y la protección que esperaba. Porque aquel tripicallero era una de esas personas escrupulosas hasta más no poder y supersticiosamente fanáticas, que tienen a los perros por animales inmundos y no encuentran bastante agua ni jabón para lavar su ropa cuando, por casualidad, les roza un perro al pasar junto a ellos. Se acercó, pues, a mí, y me conminó con el gesto y con la voz a que me marchara de su tienda cuanto antes. Pero yo hice la rosca, gimoteando con aullidos lamentables y mirándole a los pies con ojos implorantes. Entonces, un tanto apiadado, soltó el bastón con que me amenazaba, y como aspiraba a desembarazar a todo trance de mi presencia su tienda, cogió uno de los admirables pedazos olorosos de patas cocidas, y sosteniéndolo en la punta de los dedos de modo que yo lo viera bien, salió a la calle. Y atraído por el tufillo de aquel buen bocado, ¡oh mi señor! me levanté de mi rincón y seguí al tripicallero, quien me arrojó el pedazo en cuanto me vió fuera de su tienda, y se volvió a su casa. Y no bien hube devorado aquella carne excelente, quise volver a toda prisa a mi rincón. Pero no había contado con el vendedor de cabezas, quien, previendo mi impulso, permanecía en el umbral, inconmovible, con el terrible bastón de nudos en la mano. Y hube de mirarle en actitud suplicante, meneando la cola para indicarle que imploraba de él me otorgase el favor de aquel refugio. Pero se mantuvo inflexible, y hasta empezó a enarbolar su bastón, gritándome con voz que no me dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones: "Vete ¡oh proxeneta!"

Entonces, muy humillado y temiendo, además, los ataques de los perros del barrio, que ya empezaban a caer sobre mí !desde todos los puntos del zoco, eché a correr y alcancé a toda prisa la tienda abierta de un panadero, que estaba muy próxima a la del tripicallero.

Y he aquí que, a primera vista, aquel panadero me pareció, muy al contrario del vendedor de cabezas de carnero, devorado por los escrúpulos y dominado por las supersticiones, un hombre alegre y de buen augurio. Y lo era, en efecto. Y en el momento en que yo llegué delante de su tienda estaba él sentado en su estera tomando el desayuno. Y aunque yo no le había dado ninguna prueba de mis ganas de comer, su alma compasiva le indujo en seguida a arrojarme un trozo grande de pan empapado en salsa de tomate, diciéndome con cariñosa voz: "¡Toma, ¡oh pobre! come a tu gusto!" Pero yo, lejos de abalanzarme con avidez y glotonería sobre el bien de Alah, como hacen, por lo general, los demás perros, miré al generoso panadero haciéndole una seña con la cabeza y meneando la cola para patentizarle mi gratitud. Y debió conmoverle mi cortesía y verlo con agrado, porque le vi sonreírme con bondad. Y aunque no me torturaba el hambre y no tenía gana de comer, no dejé de coger con los dientes el trozo de pan, únicamente por complacerle, y me lo comí con bastante lentitud para darle a entender que lo hacía por consideración a él y en honor suyo. Y él lo comprendió todo, y me llamó y me hizo seña de que me sentara junto a su tienda. Y me senté, dejando oír pequeños gruñidos de placer y mirando a la calle para indicarle que por el momento no le pedía otra cosa que su protección. Y gracias a Alah, que le había dotado de inteligencia, comprendió todas mis intenciones, y me hizo caricias que me animaron y me dieron confianza: osé, pues, introducirme en su casa. Pero fui bastante hábil para darle a entender que sólo lo haría con su permiso. Y lejos de oponerse a mi entrada, se mostró, por el contrario, lleno de afabilidad y me indicó un sitio donde podría instalarme sin incomodarle. Y tomé posesión de aquel sitio, que desde entonces conservé todo el tiempo que viví en la casa.

Y a partir de aquel momento mi amo sintió por mí una gran afección y me trató con benevolencia extremada. Y no podía almorzar; ni comer, ni cenar sin tenerme a su lado y darme una ración más que suficiente. Y por mi parte yo le demostraba toda la fidelidad y toda la abnegación de que puede ser capaz la mejor alma perruna. Y a causa del agradecimiento que sentía por sus cuidados, tenía los ojos fijos constantemente en él y no le dejaba dar un paso en la casa o por la calle sin ir detrás de el fielmente, tanto más cuanto que hube de notar que mi atención le gustaba, y que si por casualidad se disponía a salir sin que yo, por algún indicio, me hubiese dado cuenta de antemano, no dejaba de llamarme familiarmente, silbándome. Y al punto me lanzaba yo a la calle desde mi sitio; y saltaba y me deshacía en cabriolas, dando mil vueltas en un instante y haciendo mil idas y venidas a la puerta. Y no cesaba en tales alborozos hasta que salía él a la calle. Y entonces le acompañaba por donde fuera, siguiéndole o corriendo delante de él y mirándole de cuando en cuando para demostrarle mi alegría y mi contento.

Hacía ya algún tiempo que estaba yo en casa de mi amo el panadero, cuando un día entre los días entró en la tienda una mujer que compró un panecillo que acababa de salir muy hueco del horno.

Tras de pagar a mi amo, la mujer cogió el pan y se dirigió a la puerta. Pero mi amo, que advirtió que era falsa la moneda que acababa de tomar, llamó a la mujer y le dijo: "¡Oh tía, que Alah alargue tu vida! ¡pero si no te enfada, prefiero otra moneda a ésta! Y al mismo tiempo mi amo le tendió la moneda consabida. Pero la mujer, que era una vieja empedernida, se negó con muchas protestas a tomar su moneda, pretendiendo que era buena, y diciendo: "¡Además, no soy yo quien la ha fabricado, y las monedas no se pueden escoger como las sandías y los cohombros!" Y mi amo no quedó ni por asomo convencido con los argumentos sin consistencia de aquella vieja, y le dijo con voz tranquila y no sin cierto desdén: "Tu moneda es tan visiblemente falsa, que hasta este perro mío que aquí ves, y que sólo es un animal mudo sin discernimiento, no se equivocaría al verla". Y sencillamente, con objeto de humillar a aquella calamitosa, y sin creer ni por pienso en el buen resultado del acto que iba a llevar a cabo, me gritó, llamándome por mi nombre: "¡Bakht! ¡Bakht! ¡ven! ¡ven aquí!" Y al oír su voz, acudí a él, meneando la cola. Y al punto cogió él el cajón de madera donde guardaba su dinero y lo volcó en el suelo, esparciendo ante mí todas las monedas que contenía.

Y me dijo: "¡Aquí! ¡aquí! ¿Ves todo este dinero? ¡Mira bien todas estas monedas! ¡Y dime si no hay entre ellas una moneda falsa!" Y yo examiné atentamente todas las monedas, una tras otra, empujándola ligeramente con la pata, y no tardé en caer sobre la moneda falsa. Y la dejé a un lado, separándola del montón y poniendo encima la pata para hacer comprender a mi amo que había dado con ella. Y le miré, dando pequeños chillidos y meneándome mucho.

Al ver aquello, mi amo, que estaba lejos de esperar semejante prueba de perspicacia en un animal de mi especie, llegó al límite extremo de la sorpresa y de la maravilla, y exclamó: "¡Alah es el más grande! ¡Y sólo en Alah está la omnipotencia!" Y la vieja, sin poder negar ya lo que sus propios ojos habían visto, y espantada además de lo que presenciaba, se apresuró a recoger su moneda falsa y a dar en cambio una buena. Y salió a toda prisa, enredándose en la cola de su traje.

En cuanto a mi amo, sin volver del asombro que hubo de producirle mi perspicacia, llamó a sus vecinos y a todos los tenderos del zoco. Y les contó, con admiración, lo que había pasado, no sin exagerar mi mérito, que ya de por sí era bastante asombroso.

Al oír aquel relato de mi amo todos los presentes se hicieron lenguas de mi inteligencia, diciendo que jamás habían visto un perro tan maravilloso. Y para comprobar por sí mismos las palabras de mi amo, no porque sospechasen de su buena fe, sino sólo con el fin de alabarme más, quisieron poner a prueba mi sagacidad. Y fueron a buscar todas las monedas falsas que tenían en sus casas, y me las enseñaron juntas con otras de buena ley. Y al ver aquello, pensé: "¡Ya Alah! ¡asombra el número de monedas falsas que hay en casa de toda esta gente!"

Sin embargo, como no quería con mi retraimiento que se ennegreciera el rostro de mi amo en presencia de sus vecinos, examiné con atención todas las monedas que me pusieron delante de los ojos. Y no se presentó ni una sola falsa sobre la cual no pusiese yo la pata y la separase de las demás.

Y mi fama cundió por todos los zocos de la ciudad, y llegó hasta los harenes merced a la locuacidad de la esposa de mi amo. Y desde por la mañana hasta por la noche asaltaba la panadería una muchedumbre de curiosos que querían experimentar mi habilidad para distinguir la moneda falsa. Y toda la jornada estaba yo ocupado en complacer así a los clientes, más numerosos de día en día, que iban a casa de mi amo desde los barrios más apartados de la ciudad. Y de tal suerte, mi reputación procuró a mi amo más ganancias que las de todos los panaderos de la ciudad reunidos. Y no cesaba mi amo de bendecir mi llegada, que había sido para él tan preciosa como un tesoro. Y su fortuna, debida a sus sentimientos caritativos, hubo de apenar al vendedor de cabezas de carnero, que se mordía los dedos de rabia. Y devorado por la envidia, no dejó de prepararme emboscadas para llevarme con él unas veces, y otras para darme disgustos, excitando contra mí, en cuanto yo salía, a todos los perros del barrio. Pero yo no tenía nada que temer; pues, por una parte, estaba bien guardado por mi amo y por otra, estaba bien defendido por los tenderos, admirados de mi habilidad.

Y hacía ya algún tiempo que vivía yo de aquel modo, rodeado de la consideración general; y hubiera estado verdaderamente contento de mi vida, si no asaltase de continuo mi memoria el recuerdo de mi antiguo estado de criatura humana. Y lo que sobre todo me hacía sufrir no era el ser un perro entre los perros, sino el verme privado del uso de la palabra y el estar reducido a expresarme con la mirada solamente y con las patas o con gritos inarticulados. Y a veces, cuando me acordaba de la terrible noche del cementerio, se me erizaban los pelos del lomo y me estremecía.

Un día entre los días, una vieja de aspecto respetable fué, como todo el mundo, a comprar pan a la panadería, atraída por mi reputación. Y como todo el mundo, cuando cogió el pan y tuvo que pagar, no dejó de tirarme algunas monedas entre las cuales había puesto a propósito, para hacer la experiencia, una moneda falsa. Y al punto separé de las demás la moneda de mala ley y puse la pata encima, mirando a la vieja, como para invitarla a comprobar si había acertado. Y cogió ella la moneda, diciendo: "¡Has acertado! ¡es la falsa!" Y me miró con gran admiración, pagó a mi amo el pan que había comprado, y al marcharse me hizo una seña imperceptible que significaba claramente: "¡Sígueme!"

Y he aquí, ¡oh Emir de los Creyentes! que adiviné que aquella mujer se interesaba por mí de un modo muy particular, pues la atención con que me había examinado era muy distinta de la manera cómo me miraban los demás. Sin embargo, como medida de prudencia, la dejé marcharse, contentándome con mirarla solamente. Pero después de dar algunos pasos, se volvió ella hacia mí, y al ver que yo no hacía más que mirarla sin moverme de mi sitio, me hizo otra seña más apremiante que la primera. Entonces, impulsado por una curiosidad más fuerte que mi prudencia, aprovechándome de que mi amo estaba a lo último de la tienda ocupado en cocer pan, salté a la calle y seguí a aquella señora. Y eché a andar detrás de ella, parándome de cuando en cuando, vacilante y meneando la cola. Pero, animado por ella, acabé por sobreponerme a mi inquietud y llegué con ella a su casa.

Y abrió ella la puerta de la casa, entró la primera y me invitó con voz muy dulce a hacer lo propio, diciéndome: "¡Entra, entra, ¡oh pobre! que no te arrepentirás!" Y entré detrás de ella.

Entonces, después de cerrar la puerta, me llevó a los aposentos interiores y abrió una estancia, en la que me introdujo. Y vi sentada en un diván a una joven como la luna, que bordaba. Y aquella joven, al verme, se tapó inmediatamente con el velo; y la señora vieja le dijo: "¡Oh hija mía! te traigo al famoso perro del panadero, el mismo que tan bien sabe diferenciar las monedas buenas de las monedas falsas.

Y ya sabes las dudas que te participé desde que corrió el primer rumor acerca del particular. Y hoy he ido a comprar pan en casa de su amo el panadero y he sido testigo de la verdad de los hechos; y me hice seguir por este perro tan raro que maravilla a Bagdad. ¡Dime, pues, tu opinión, ¡oh hija mía! a fin de que sepa si me he equivocado en mis conjeturas!" Y al punto contestó la joven: "¡Por Alah ¡oh madre! que no te equivocaste! Y en seguida voy a probártelo".

Y la joven se levantó en aquella hora y en aquel instante, cogió un tazón de cobre rojo lleno de agua, murmuró sobre él ciertas palabras que no entendí, y rociándome con algunas gotas de aquella agua, dijo: "¡Si naciste perro, sigue siendo perro; pero si naciste ser humano, sacúdete y recobra tu forma primitiva en virtud de esta agua!" Y al instante me sacudí. Y se rompió el encanto, y perdí la forma de perro para convertirme en hombre, que era mi estado natural.

Entonces, conmovido de agradecimiento, me eché a los pies de mi libertadora para darle gracias por tan gran beneficio; y besé la orla de su traje; y le dije: "¡Oh joven bendita! Alah te premie con Sus mejores dones el beneficio sin igual de que te soy deudor y con el que no has vacilado en favorecer a un hombre que no conoces, que es extraño en tu casa. ¿Cómo encontraré palabras para darte gracias y bendecirte como mereces? Sabe, al menos, que no me pertenezco ya que me has comprado por un precio que excede en mucho a mi valor. Y a fin de que conozcas con exactitud al esclavo que ahora es de tu propiedad y posesión, voy a contarte mi historia en pocas palabras para no pesar sobre tus oídos ni fatigar tu entendimiento".

Y entonces le dije quién era y cómo, siendo soltero, me decide súbitamente a tomar mujer y a escogerla, no entre las hijas de los notables de Bagdad, nuestra ciudad, sino entre las esclavas extranjeras que se venden y se compran. Y mientras mi libertadora y su madre me escuchaban con atención, les conté también cómo me había seducido la extraña belleza de la joven del Norte, y mi matrimonio con ella, y mi complacencia y mis miramientos para su persona, y mi proceder delicado, y mi paciencia al soportar sus maneras extraordinarias.

Y les hice el relato del espantoso descubrimiento nocturno, y de todo lo consiguiente, desde el principio hasta el fin, sin ocultarles un detalle.

Cuando mi libertadora y su madre oyeron mi relato, llegaron al límite de la indignación contra mi esposa, la joven del Norte. Y la madre de mi libertadora me dijo: "¡Oh hijo mío! ¡qué conducta tan extraña ha sido tu conducta! ¿Cómo ha podido inclinarse tu alma hacia una hija de extranjeros, cuando nuestra ciudad es tan rica en jóvenes de todos los colores, y cuando tan escogidos y tan numerosos son los beneficios de Alah sobre las cabezas de nuestras jóvenes?

Ciertamente, tendrías que estar hechizado para haber elegido de ese modo sin discernimiento y haber confiado tu destino en las manos de una persona que se diferenciaba de ti en la sangre, en la raza, en la lengua y en el origen. Y bien veo que todo ha sido instigación del Cheitán, del Maligno, del Lapidado. ¡Pero demos gracias a Alah, que, por mediación de mi hija, te ha librado de la maldad de la extranjera y te ha devuelto tu anterior forma de ser humano!" Y tras de besarle las manos, contesté: "¡Oh madre mía bendita! me arrepiento, ante Alah y ante tu faz venerable, de mi acción desconsiderada. Y no anhelo otra cosa que entrar en tu familia como he entrado en tu misericordia. Así, pues si quieres aceptarme por esposo legítimo de tu hija la del alma noble, no tienes más que pronunciar la palabra de conformidad". Y contestó ella: "¡Por mi parte, no veo inconveniente en ello! ¿Pero qué te parece a ti, hija mía? ¿Te conviene este excelente joven que Alah ha puesto en nuestro camino?" Y mi joven libertadora contestó: "Sí, por Alah, me conviene, ¡oh madre mía! Pero no es eso todo. Es preciso primero que para en adelante le pongamos al abrigo de las asechanzas y de la maldad de su antigua esposa. ¡Porque no es suficiente haber roto el encanto por el cual le había excluido ella de la sociedad de los seres humanos, y tenemos que reducirla para siempre a la imposibilidad de hacerle daño!"

Y tras de hablar así, salió de la habitación en que estábamos, volviendo al cabo de un instante con un frasco entre los dedos. Y me entregó aquel frasco, que estaba lleno de agua, y me dijo: "Sidi Nemán, mis libros antiguos, que acabo de consultar, me afirman que la perversa extranjera no está en tu casa a la hora de ahora y tardará en volver. Y también me afirman que la taimada finge, ante tus servidores, que siente gran inquietud por tu ausencia. Apresúrate, pues, mientras ella está fuera, a volver a tu casa con el frasco que acabo de poner entre tus manos, y a esperarla en el patio, de modo que cuando vuelva se encuentre bruscamente cara a cara contigo. Y presa del asombro que le acometerá al verte de nuevo sin esperar, volverá la espalda para emprender la fuga. Y al punto la rociarás con el agua de este frasco, gritándole: "¡Abandona tu forma humana, y conviértete en yegua!" Y ella en seguida se tornará yegua entre las yeguas. Y saltarás a su lomo, y la cogerás por la crin, y sin hacer caso de su resistencia, harás que la pongan en la boca un bocado doble a toda prueba. Y para castigarla como se merece, la emprenderás con ella a latigazos hasta que el cansancio te obligue a interrumpirte. Y todos los días de Alah le harás sufrir un trato análogo. Y de tal suerte será como la domines. Sin lo cual, su maldad acabará por sobreponerse. Y te hará padecer".

Y yo ¡oh Emir de los Creyentes! contesté con el oído y la obediencia, y me apresuré a ir a mi casa para esperar la llegada de mi antigua esposa, situándome disimuladamente de modo que la viese venir desde lejos y pudiese presentarme cara a cara de ella con brusquedad. Y he aquí que no tardó en mostrarse. Y a pesar de la emoción que me embargó a su vista y a la vista de su belleza conmovedora, no dejé de hacer aquello para lo cual había ido. Y logré a satisfacción convertirla en yegua.

Y desde entonces, tras de unirme por los lazos lícitos con mi libertadora, que era de mi sangre y de mi raza, no dejé de hacer sufrir a la yegua que viste en el meidán ¡oh Emir de los Creyentes! el trato cruel, sin duda alguna, que ha herido tu vista, pero que tiene justificación en la perniciosa maldad de la extranjera.

¡Y ésta es mi historia!"

Cuando el califa hubo oído este relato de Sidi Nemán, se asombró mucho en su alma, y dijo al joven: "Ciertamente, tu historia es singular, y resulta merecido el trato que haces sufrir a esta yegua blanca. Sin embargo, me gustaría verte interceder con tu esposa para que consintiese en buscar el modo de no castigarla a diario con tanto rigor, aunque conservando a esa yegua con su forma de yegua.

¡Pero si la cosa no es posible, Alah es el más grande!"



Ilustrado por Henry Justice Ford, 1898

  <<<    >>> 

Traducción de Vicente Blasco Ibáñez de la versión francesa de Joseph-Charles Mardrus (1889)


Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), tr. y ed. Las Mil y Una Noches. Prometeo. El contenido está disponible bajo los términos de GNU Free Documentation License