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LOS ENCUENTROS DE AL-RASCHID EN EL PUENTE DE BAGDAD

Las mil y una noches



Y viendo Schehrazada que, al recuerdo de las tribulaciones antiguas; el rey Schahriar fruncía ya las cejas, se apresuró a empezar la nueva historia, diciendo:

He llegado a saber ¡oh rey del tiempo! ¡oh corona de mi cabeza! que, un día entre los días, el califa Harún Al-Raschid (¡Alah le tenga en Su gracia!) salió de su palacio en compañía de su visir Giafar y de Massrur, su portaalfanje ambos disfrazados, como él mismo lo iba, de mercaderes nobles de la ciudad. Y había llegado ya con ellos al puente de piedra que une las dos riberas del Tigris, cuando en la misma entrada del puente vió, sentado en tierra sobre sus piernas encogidas, a un ciego de mucha edad que pedía limosna por Alah a los transeúntes en el camino de la generosidad. Y el califa interrumpió su paseo ante el viejo achacoso, y puso un dinar de oro en la palma de la mano que le tendía el mendigo. Y éste le detuvo bruscamente por la mano al querer el califa proseguir su camino, y le dijo: "¡Oh generoso donador! que Alah recompense con Sus más escogidas bendiciones esta acción de tu alma piadosa. Pero te suplico que, antes de marcharte, no me niegues el favor que voy a pedirte. Levanta el brazo y dame un puñetazo o una bofetada en el lóbulo de la oreja".

Y tras de hablar así, se soltó de la mano que tenía cogida, a fin de que el extranjero pudiese aplicarle la consabida bofetada. Sin embargo, por miedo a que se pasase de largo sin complacerle, tuvo cuidado de cogerle por la orla de su luengo traje. Y al ver y oír aquello: "¡Oh tío! ¡Alah me libre de obedecer a tu mandato! Porque quien da una limosna por Alah no debe borrar su mérito maltratando al que beneficia con esa limosna. Y el maltrato al cual me mandas que te someta es una acción indigna de su creyente". Y tras de hablar así hizo un esfuerzo para que le soltará el ciego. Pero no había contado con la vigilancia del ciego, que, suponiendo el movimiento del califa, hizo por su parte un esfuerzo mucho más grande para que no se soltara. Y le dijo: "¡Oh mi generoso señor! perdóname mi importunidad y el atrevimiento de mi conducta. Y déjame implorarte aún que me des esa bofetada en el lóbulo de la oreja. De no ser así, prefiero que recojas tu limosna. Porque sólo con esa única condición puedo aceptarla sin perjurar ante Alah y contravenir al juramento que hice de cara a Quien te ve y me ve". Luego añadió: "Si supieras ¡oh mi señor! el motivo de mi juramento no vacilarías en darme la razón".

Y el califa pensó: "¡Contra la importunidad de este viejo ciego no hay recurso más que en Alah el Todopoderoso!" Y como no quería ser por mucho tiempo pasto de la curiosidad de los transeúntes, se apresuró a hacer lo que le pedía el ciego, quien, inmediatamente de recibir la bofetada, le soltó, dándole gracias y alzando las dos manos al cielo para invocar sobre su cabeza las bendiciones.

Y Al-Raschid después de aquello, se alejó con sus dos acompañantes, y dijo a Giafar: "¡Por Alah, que la historia de ese ciego debe ser una historia asombrosa, y su caso un caso muy extraño! Así, pues, vuelve adonde se halla él y dile que vas de parte del Emir de los Creyentes para ordenarle que mañana esté en palacio a la hora de la plegaria de mediodía". Y Giafar volvió junto al ciego y le comunicó la orden de su señor.

Luego fué a reunirse con el califa. Y habían dado pocos pasos, cuando divisaron en la orilla izquierda del puente, sentado casi enfrente del ciego, un segundo mendigo lisiado de ambas piernas y con la boca hendida. Y a una seña de su amo, el portaalfanje Massrur se acercó al lisiado de ambas piernas que tenía la boca hendida, y le dió la limosna que estaba escrita en su suerte aquel día. Y el hombre levantó la cabeza y se echó a reír, diciendo: "¡Ah, ualah! en toda mi vida de maestro de escuela he ganado tanto como acabo de recibir de manos de tu generosidad, ¡oh mi señor!" Y Al-Raschid, que había oído la respuesta, se encaró con Giafar, y le dijo: "¡Por vida de mi cabeza! si es un maestro de escuela y se ve reducido a mendigar por los caminos, sin duda debe ser extraña su historia. Date prisa a ordenarle que mañana esté a la puerta de mi palacio a la misma hora que el ciego".

Y se ejecutó la orden. Y continuaron su paseo.

Pero aún no habían tenido tiempo de alejarse del lisiado, cuando le oyeron invocar a grandes gritos las bendiciones sobre la cabeza de un jeique que se había acercado a él. Y miraron hacia allá para ver de qué se trataba. Y vieron que el jeique procuraba esquivarse, muy confuso por las bendiciones y alabanzas de que era objeto. Y por las palabras del lisiado comprendieron que la limosna que el jeique acababa de entregarle era más considerable todavía que la de Massrur, y que nunca la había recibido igual el pobre hombre. Y Harún manifestó a Giafar su asombro al ver que un simple particular daba una prueba de largueza mayor que la suya propia, y añadió: "Me gustaría conocer a ese jeique y profundizar en el motivo de su generosidad. Ve, pues, ¡oh Giafar! a decirle que tiene que presentarse entre mis pianos mañana por la siesta, a la misma hora que el ciego y el lisiado". Y se ejecutó la orden.

Y ya iban a proseguir su camino, cuando vieron avanzar por el puente un magnífico cortejo, como no pueden ostentarlo, por lo general, más que los reyes y los sultanes. Pero lo precedían a caballo unos heraldos que gritaban: "¡Paso a nuestro amo, el esposo de la hija del todopoderoso rey de la China y de la hija del poderoso rey del Sind y de la India!" Y a la cabeza del cortejo, en un caballo cuyo aspecto pregonaba su raza, caracoleaba un emir o quizá un hijo de rey, que tenía una apostura brillante y llena de nobleza. E inmediatamente detrás de él iban dos sais que conducían, con un ronzal de seda azul, a un camello maravillosamente enjaezado y cargado con un palanquín en que, bajo un palio de brocato rojo, estaban sentadas, una a la derecha y otra a la izquierda, las dos jóvenes princesas, esposas del jinete, con el rostro cubierto por un velo de seda anaranjada. Y cerraba el cortejo una orquesta de músicos que tocaban aires indios y chinos en sus instrumentos de formas desconocidas.

Y Harún, maravillado a la par que sorprendido, dijo a sus acompañantes: "He aquí un extranjero notable, de los que raramente vienen a mi capital. Y aunque he recibido a los reyes y a los príncipes y a los emires más imponentes de la tierra, y aunque los jefes de los descreídos de allende los mares, los del país de los francos y los de las regiones del extremo Occidente, me han enviado embajadas y diputaciones, ninguno de los que hemos visto podía compararse con éste en fausto y en belleza". Luego se encaró con su portaalfanje Massrur, y le dijo: "Date prisa ¡oh Massrur! a seguir a ese cortejo, con objeto de que veas lo que haya que ver, y vuelvas sin tardanza para informarme en palacio, teniendo antes cuidado, sin embargo, de incitar a ese noble extranjero a presentarse mañana entre mis manos a la misma hora que el ciego y el lisiado y el jeique generoso".

Y cuando Massrur se marchó para ejecutar la orden, el califa y Giafar atravesaron el puente por fin. Pero apenas habían llegado al extremo, divisaron en medio del meidán que se abría frente a ellos, y que servía para justas y torneos, una gran aglomeración de espectadores que miraban a un joven montado en una hermosa yegua blanca, a la que lanzaba a toda brida por uno y otro lado, castigándola a latigazos y espolazos sin compasión y de manera que el animal echaba espuma y sangre y le temblaban las patas y el cuerpo todo.

Al ver aquello, el califa, que era aficionado a los caballos y no podía sufrir que se les maltratara, llegó al límite de la indignación, y preguntó a los espectadores: "¿Por qué se porta de modo tan bárbaro ese joven con esa hermosa yegua dócil?" Y contestaron: "No lo sabemos, y sólo Alah lo sabe. ¡Pero todos los días a la misma hora vemos llegar al joven con su yegua, y asistimos a este espectáculo inhumano!" Y añadieron: "Al fin y al cabo, es dueño legítimo de su yegua y puede tratarla a su antojo". Y Harún se encaró con Giafar y le dijo: "Te dejo el cuidado ¡oh Giafar! de informarte por ese joven de la causa que le impulsa a maltratar de tal suerte a su yegua. Y si se niega a revelártela, le dirás quién eres y le ordenarás que se presente entre mis manos mañana por la siesta, a la misma hora que el ciego, el lisiado, el jeique generoso y el jinete extranjero".

Y Giafar contestó con el oído y la obediencia, y el califa le dejó en el meidán para regresar a palacio solo aquel día.

Y he aquí que al siguiente, después de la plegaria intermedia de mediodía, el califa entró en el diwán de audiencias, y el gran visir Giafar al punto introdujo en su presencia a los cinco personajes con quienes se habían encontrado la víspera en el puente de Bagdad, a saber: el ciego que se hacía abofetear, el maestro de escuela lisiado, el jeique generoso, el noble jinete a cuya zaga tocaban aires indios y chinos, y el joven dueño de la yegua blanca. Y cuando los cinco estuvieron prosternados ante su trono y hubieron besado la tierra entre sus manos, el califa les hizo con la cabeza seña de que se levantaran, y Giafar les colocó por orden, uno junto a otro, en la alfombra que había al pie del trono.

Entonces Al-Raschid se encaró con el joven dueño de la yegua blanca, y le dijo: "¡Oh joven que ayer te mostraste tan inhumano con la hermosa yegua blanca tan dócil que montabas! ¿puedes decirme, para que yo lo sepa, el motivo que impulsaba a tu alma a portarte de modo tan bárbaro con un animal mudo que no puede responder a las injurias con injurias y a los golpes con golpes? Y no me digas que obrabas así para guiar o para desbravar a tu yegua. Porque en mi vida he desbravado y guiado yo mismo gran número de potros y potrancas, pero nunca he tenido necesidad de maltratar, como tú lo hacías, a los animales que he enseñado. Y tampoco me digas que hostigabas así a tu yegua para divertir a los espectadores, pues no solamente no les divertía ese espectáculo inhumano, sino que les escandalizaba y a mí también me escandalizaba con ellos. Y en poco estuvo ¡por Alah! que me diese a conocer en público para castigarte como merecías y poner fin a un espectáculo tan repugnante. Habla, pues, sin mentir y sin ocultarme nada del motivo de tu conducta, porque es el único medio que te queda de escapar a mi rencor y de entrar en mi gracia. Y si tu relato me satisface y tus palabras disculpan tu conducta, dispuesto estoy incluso a perdonarte y a olvidar todo lo que de ofuscante hubiese en tu manera de obrar".

Cuando el joven dueño de la yegua blanca hubo oído las palabras del califa, se le puso la tez muy amarilla y bajó la cabeza guardando silencio, presa visiblemente de un embarazo muy grande y de una pena sin límites. Y como continuara erguido de tal suerte, sin poder llegar a pronunciar una sola palabra, mientras brotaban lágrimas de sus ojos y le caían en el pecho, el califa cambió de tono con él, y más intrigado que nunca, le dijo con voz dulce: "¡Oh joven! olvida que estás en presencia del Emir de los Creyentes y habla con toda libertad, como si estuvieras entre tus amigos, pues bien veo que tu historia debe ser una historia muy extraña y el motivo de tu conducta un motivo muy extraño. Y te juro, por los méritos de mis antecesores los Gloriosos, que no se te hará ningún mal".

Y Giafar, por su parte, se puso a hacer al joven, con la cabeza y con los ojos, señas inequívocas de estímulo que significaban claramente: "Habla con toda confianza. Y no tengas la menor inquietud".



Ilustrado por Henry Justice Ford, 1898

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Traducción de Vicente Blasco Ibáñez de la versión francesa de Joseph-Charles Mardrus (1889)


Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), tr. y ed. Las Mil y Una Noches. Prometeo. El contenido está disponible bajo los términos de GNU Free Documentation License