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LA QUINTA HISTORIA DE SINDBAD EL MARINO

Las mil y una noches



En cuanto a Sindbad el Cargador, llegó a su casa, donde soñó toda la noche con el relato asombroso. Y cuando al día siguiente estuvo de vuelta en casa de Sindbad el Marino, todavía se hallaba emocionado a causa del enterramiento de su huésped. Pero como ya habían extendido el mantel, se hizo sitio entre los demás, y comió, y bebió, y bendijo al Bienhechor. Tras de lo cual, en medio del general silencio, escuchó lo que contaba Sindbad el Marino.

Dijo Sindbad:

"Sabed, ¡oh amigos míos! que al regresar del cuarto viaje me dediqué a hacer una vida de alegría, de placeres y de diversiones, y con ello olvidé en seguida mis pasados sufrimientos, y sólo me acordé de las ganancias admirables que me proporcionaron mis aventuras extraordinarias. Así es que no os asombraréis si os digo que no dejé de atender a mi alma, la cual inducíame a nuevos viajes por los países de los hombres.

Me apresté, pues, a seguir aquel impulso, y compré las mercaderías que a mi experiencia parecieron de más fácil salida y de ganancia segura y fructífera; hice que las encajonasen, y partí con ellas para Bassra.

Allí fui a pasearme por el puerto, y vi un navío grande, nuevo completamente, que me gustó mucho y que acto seguido compré para mí solo. Contraté a mi servicio a un buen capitán experimentado y a los necesarios marineros. Después mandé que cargaran las mercaderías mis esclavos, a los cuales mantuve a bordo para que me sirvieran. También acepté en calidad de pasajeros a algunos mercaderes de buen aspecto, que me pagaron honradamente el precio del pasaje. De esta manera, convertido entonces en dueño de un navío, podía ayudar al capitán con mis consejos, merced a la experiencia que adquirí en asuntos marítimos.

Abandonamos Bassra con el corazón confiado y alegre, deseándonos mutuamente todo género de bendiciones. Y nuestra navegación fue muy feliz, favorecida de continuo por un viento propicio y un mar clemente. Y después de haber hecho diversas escalas con objeto de vender y comprar, arribamos un día a una isla completamente deshabitada y desierta, y en la cual se veía como única vivienda una cúpula blanca. Pero al examinar más de cerca aquella cúpula blanca, adiviné que se trataba de un huevo de rokh. Me olvidé de advertirlo a los pasajeros, los cuales, una vez que desembarcaron, no encontraron para entretenerse nada mejor que tirar gruesas piedras a la superficie del huevo; y algunos instantes más tarde sacó del huevo una de sus patas el rokhecillo.

Al verlo, continuaron rompiendo el huevo los mercaderes; luego mataron a la cría del rokh, cortándola en pedazos grandes, y fueron a bordo para contarme la aventura.

Entonces llegué al límite del terror, y exclamé: "¡Estamos perdidos! ¡Enseguida vendrán el padre y la madre del rokh para atacarnos y hacernos perecer! ¡Hay que alejarse, pues, de esta isla lo más de prisa posible!" Y al punto desplegamos las velas y nos pusimos en marcha, ayudados por el viento.

En tanto, los mercaderes ocupábanse en asar los cuartos del rokh; pero no habían empezado a saborearlos, cuando vimos sobre los ojos del sol dos gruesas nubes que lo tapaban completamente. Al hallarse más cerca de nosotros estas nubes, advertimos no eran otra cosa que dos gigantescos rokhs, el padre y la madre del muerto. Y les oímos batir las alas y lanzar graznidos más terribles que el trueno. Y en seguida nos dimos cuenta de que estaban precisamente encima de nuestras cabezas, aunque a una gran altura, sosteniendo cada cual en sus garras una roca enorme, mayor que nuestro navío.

Al verlo no dudamos ya de que la venganza de los rokhs nos perdería. Y de repente uno de los rokhs dejó caer desde lo alto la roca en dirección al navío. Pero el capitán tenía mucha experiencia; maniobró con la barra tan rápidamente, que el navío viró a un lado, y la roca, pasando junto a nosotros, fue a dar en el mar, el cual abrióse de tal modo, que vimos su fondo, y el navío se alzó y bajó y volvió a alzarse espantablemente. Pero quiso nuestro destino que en aquel mismo instante soltase el segundo rokh su piedra, que, sin que pudiésemos evitarlo, fue a caer en la popa, rompiendo el timón en veinte pedazos y hundiendo la mitad del navío. Al golpe, mercaderes y marineros quedaron aplastados o sumergidos. Yo fui de los que se sumergieron.

Pero tanto luché con la muerte, impulsado por el instinto de conservar mi alma preciosa, que pude salir a la superficie del agua. Y por fortuna, logré agarrarme a una tabla de mi destrozado navío.

Al fin conseguí ponerme a horcajadas encima de la tabla, y remando con los pies y ayudado por el viento y la corriente, pude llegar a una isla en el preciso instante en que iba a entregar mi último aliento, pues estaba extenuado de fatiga, hambre y sed. Empecé por tenderme en la playa, donde permanecí aniquilado una hora, hasta que descansaron y se tranquilizaron mi alma y mi corazón. Me levanté entonces y me interné en la isla, con objeto de reconocerla.

No tuve necesidad de caminar mucho para advertir que aquella vez el Destino me había transportado a un jardín tan hermoso, que podría compararse con los jardines del paraíso. Ante mis ojos extáticos aparecían por todas partes árboles de dorados frutos, arroyos cristalinos, pájaros de mil plumajes diferentes y flores arrebatadoras. Por consiguiente, no quise privarme de comer de aquellas frutas, beber de aquella agua y aspirar aquellas flores; y todo lo encontré lo más excelente posible. Así es que no me moví del sitio en que me hallaba, y continué reposando de mis fatigas hasta que acabó el día.

Pero cuando llegó la noche y me vi en aquella isla, solo entre los árboles, no pude por menos de tener un miedo atroz, a pesar de la belleza y la paz que me rodeaban; no logré dormirme más que a medias, y durante el sueño me asaltaron pesadillas terribles en medio de aquel silencio y aquella soledad.

Al amanecer me levanté más tranquilo y avancé en mi exploración. De esta suerte pude llegar junto a un estanque donde iba a dar el agua de un manantial, y a la orilla del estanque hallábase sentado, inmóvil, un venerable anciano cubierto con amplio manto hecho de hojas de árbol. Y pensé para mí: "¡También este anciano debe de ser algún náufrago que se refugiara antes que yo en esta isla!".

Me acerqué, pues, a él y le deseé la paz. Me devolvió el saludo, pero solamente por señas y sin pronunciar palabra. Y le pregunté: "¡Oh venerable jeique! ¿a qué se debe tu estancia en este sitio?" Tampoco me contestó; pero movió con aire triste la cabeza, y con la mano me hizo señas que significaban: "¡Te suplico que me cargues a tu espalda y atravieses el arroyo conmigo, porque quisiera coger frutas en la otra orilla!"

Entonces pensé: "¡Ciertamente, Sindbad, que verificarás una buena acción sirviendo así a este anciano!" Me incliné, pues, y me lo cargué sobre los hombros, atrayendo a mi pecho sus piernas, y con sus muslos él me rodeaba el cuello y la cabeza con sus brazos. Y le transporté a la otra orilla del arroyo hasta el lugar que hubo de designarme; luego me incliné nuevamente y le dije: "¡Baja con cuidado, oh venerable jeique!" ¡Pero no se movió! Por el contrario, cada vez apretaba más sus muslos en torno de mi cuello, y se afianzaba a mis hombros con todas sus fuerzas.

Al darme cuenta de ello llegué al límite del asombro y miré con atención sus piernas. Me parecieron negras y velludas, y ásperas como la piel de un búfalo, y me dieron miedo. Así es que, haciendo un esfuerzo inmenso, quise desenlazarme de su abrazo y dejarlo en tierra; pero entonces me apretó él la garganta tan fuertemente, que casi me estranguló y ante mí se oscureció el mundo. Todavía hice un último esfuerzo; pero perdí el conocimiento, casi ya sin respiración, y caí al suelo desvanecido.

Al cabo de algún tiempo volví en mí, observando que, a pesar de mi desvanecimiento, el anciano se mantenía siempre agarrado a mis hombros; sólo había aflojado sus piernas ligeramente para permitir que el aire penetrara en mi garganta.

Cuando me vio respirar, diome dos puntapiés en el estómago para obligarme a que me incorporara de nuevo. El dolor me hizo obedecer, y me erguí sobre mis piernas, mientras él se afianzaba a mi cuello más que nunca. Con la mano me indicó que anduviera por debajo de los árboles y se puso a coger frutas y a comerlas. Y cada vez que me paraba yo contra su voluntad o andaba demasiado de prisa, me daba puntapiés tan violentos que veíame obligado a obedecerle.

Todo aquel día estuvo sobre mis hombros, haciéndome caminar como un animal de carga; y llegada la noche, me obligó a tenderme con él para dormir sujeto siempre a mi cuello. Y a la mañana me despertó de un puntapié en el vientre; obrando como la víspera.

Así permaneció afianzado a mis hombros día y noche sin tregua. Encima de mí hacía todas sus necesidades líquidas y sólidas, y sin piedad me obligaba a marchar, dándome puntapiés y puñetazos.

Jamás había yo sufrido en mi alma tantas humillaciones y en mi cuerpo tan malos tratos como al servicio forzoso de este anciano, más robusto que joven y más despiadado que un arriero. Y ya no sabía yo de qué medio valerme para desembarazarme de él, y deploraba el caritativo impulso que me hizo compadecerle y subirle a mis hombros. Y desde aquel momento me deseé la muerte desde lo más profundo de mi corazón.

Hacía ya mucho tiempo que me veía reducido a tan deplorable estado, cuando un día aquel hombre me obligó a caminar bajo unos árboles de los que colgaban gruesas calabazas, y se me ocurrió la idea de aprovechar aquellas frutas secas para hacer con ellas recipientes. Recogí una gran calabaza seca que había caído del árbol tiempo atrás, la vacié por completo, la limpié, y fui a una vid para cortar racimos de uvas, que exprimí dentro de la calabaza hasta llenarla. La tapé luego cuidadosamente y la puse al sol, dejándola allí varios días, hasta que el zumo de uvas convirtiose en vino puro. Entonces cogí la calabaza y bebí de su contenido la cantidad suficiente para reponer fuerzas y ayudarme a soportar las fatigas de la carga, pero no lo bastante para embriagarme. Al momento me sentí reanimado y alegre hasta tal punto, que por primera vez me puse a hacer piruetas en todos sentidos con mi carga, sin notarla ya, y a bailar cantando por entre los árboles. Incluso hube de dar palmadas para acompañar mi baile, riendo a carcajadas.

Cuando el anciano me vio en aquel estado inusitado y advirtió que mis fuerzas se multiplicaban hasta el extremo de conducirle sin fatiga, me ordenó por señas que le diese la calabaza. Me contrarió bastante la petición, pero le tenía tanto miedo, que no me atreví a negarme; me apresuré, pues, a darle la calabaza de muy mala gana. La tomó en sus manos, la llevó a sus labios, saboreó primero el líquido, para saber a qué atenerse, y como lo encontró agradable, se lo bebió, vaciando la calabaza hasta la última gota y arrojándola después lejos de sí.

Enseguida se hizo sentir en su cerebro el efecto del vino; y como había bebido lo suficiente para embriagarse, no tardó en bailar a su manera en un principio, zarandeándose sobre mis hombros, para aplomarse luego con todos los músculos relajados, venciéndose a derecha e izquierda y sosteniéndose sólo lo preciso para no caerse.

Entonces yo, al sentir que no me oprimía como de costumbre, desanudé de mi cuello sus piernas con un movimiento rápido, y por medio de una contracción de hombros le despedí a alguna distancia, haciéndole rodar por el suelo, en donde quedó sin movimiento. Salté sobre él entonces, y cogiendo de entre los árboles una piedra enorme, le sacudí con ella en la cabeza diversos golpes tan certeros, que le destrocé el cráneo y mezclé su sangre a su carne. ¡Murió! ¡Ojala no haya tenido Alah nunca compasión de su alma!

A la vista de su cadáver, me sentí el alma todavía más aligerada que el cuerpo, y me puse a correr de alegría, y así llegué a la playa, al mismo sitio donde me arrojó el mar cuando el naufragio de mi navío.

Quiso el Destino que precisamente en aquel momento se encontrasen allí unos marineros que desembarcaron de un navío anclado para buscar agua y frutas. Al verme, llegaron al límite del asombro, y me rodearon y me interrogaron después de mutuas zalemas. Y les conté lo que acababa de ocurrirme, cómo había naufragado y cómo estuve reducido al estado de perpetuo animal de carga para el jeique a quien hube de matar.

Estupefactos quedaron los marineros con el relato de mi historia, y exclamaron: "¡Es prodigioso que pudieras librarte de ese jeique, conocido por todos los navegantes con el nombre de Anciano del mar! Tú eres el primero a quien no estranguló, porque siempre ha ahogado entre sus muslos a cuantos tuvo a su servicio. ¡Bendito sea Alah, que te libró de él!"

Después de lo cual, me llevaron a su navío, donde su capitán me recibió cordialmente, y me dio vestidos con qué cubrir mi desnudez; y luego que le hube contado mi aventura, me felicitó por mi salvación, y nos hicimos a la vela.

Tras varios días y varias noches de navegación, entramos en el puerto de una ciudad que tenía casas muy bien construidas junto al mar. Esta ciudad llamábase la Ciudad de los Monos, a causa de la cantidad prodigiosa de monos que habitaban en los árboles de las inmediaciones. Bajé a tierra acompañado por uno de los mercaderes del navío, con el objeto de visitar la ciudad y procurar hacer algún negocio. El mercader con quien entablé amistad me dio un saco de algodón, y me dijo: "Toma este saco, llénale de guijarros y agrégate a los habitantes de la ciudad que salen ahora de sus muros. Imita exactamente lo que les veas hacer. Y así ganarás muy bien tu vida".

Entonces hice lo que él me aconsejaba; llené de guijarros mi saco, y cuando terminé aquel trabajo, vi salir de la ciudad a un tropel de personas, igualmente cargada cada cual con un saco parecido al mío. Mi amigo el mercader me recomendó a ellas cariñosamente, diciéndoles: "Es un hombre pobre y extranjero. ¡Llevadle con vosotros para enseñarle a ganarse aquí la vida! ¡Si le hacéis tal servicio, seréis recompensados pródigamente por el Retribuidor!" Ellos contestaron que escuchaban y obedecían, y me llevaron consigo.

Después de andar durante algún tiempo, llegamos a un valle cubierto de árboles tan altos, que resultaba imposible subir a ellos; y estos árboles estaban poblados por los monos, y sus ramas aparecían cargadas de frutos de corteza dura llamados cocos de Indias.

Nos detuvimos al pie de aquellos árboles, y mis compañeros dejaron en tierra los sacos y pusiéronse a apedrear a los monos, tirándoles piedras. Y yo hice lo que ellos. Entonces, furiosos, los monos nos respondieron tirándonos desde lo alto de los árboles una cantidad enorme de cocos. Y nosotros, procurando resguardarnos, recogíamos aquellos frutos y llenábamos nuestros sacos con ellos.

Una vez llenos los sacos, nos los cargamos de nuevo a hombros, y volvimos a emprender el camino de la ciudad, en la cual un mercader me compró el saco, pagándome en dinero. Y de este modo continué acompañando todos los días a los recolectores de cocos y vendiendo en la ciudad aquellos frutos, y así estuve hasta que poco a poco, a fuerza de acumular lo que ganaba, adquirí una fortuna que engrosó por sí sola después de diversos cambios y compras, y me permitió embarcarme en un navío que salía para el Mar de las Perlas.

Como tuve cuidado de llevar conmigo una cantidad prodigiosa de cocos, no dejé de cambiarlos por mostaza y canela a mi llegada a diversas islas; y después vendí la mostaza y la canela, y con el dinero que gané me fui al Mar de las Perlas, donde contraté buzos por mi cuenta. Fue muy grande mi suerte en la pesca de perlas, pues me permitió realizar en poco tiempo una gran fortuna. Así es que no quise retrasar más el regreso, y después de comprar, para mi uso personal, madera de áloe de la mejor calidad a los indígenas de aquel país descreído, me embarqué en un buque que se hacía a la vela para Bassra, adonde arribé felizmente después de una excelente navegación. Desde allí salí enseguida para Bagdad, y corrí a mi calle y a mi casa, donde me recibieron con grandes manifestaciones de alegría mis parientes y mis amigos.

Como volvía más rico que jamás lo había estado, no dejé de repartir en torno mío el bienestar, haciendo muchas dádivas a los necesitados. Y viví en un reposo perfecto desde el seno de la alegría y los placeres.

 



Ilustrado por Henry Justice Ford, 1898

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Traducción de Vicente Blasco Ibáñez de la versión francesa de Joseph-Charles Mardrus (1889)


Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), tr. y ed. Las Mil y Una Noches. Prometeo. El contenido está disponible bajo los términos de GNU Free Documentation License