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LA TERCERA HISTORIA DE SINDBAD EL MARINO

Las mil y una noches



Por la mañana se levantó el cargador Sindbad, hizo la plegaria matinal y volvió a casa del rico Sindbad, como le indicó éste. Y fui recibido cordialmente y tratado con muchos miramientos, e invitado a tomar parte en el festín del día y en los placeres, que duraron toda la jornada. Tras de lo cual, en medio de sus convidados, atentos y graves, Sindbad el Marino empezó su relato de la manera siguiente:

Sabed, ¡oh mis amigos! -¡pero Alah sabe las cosas mejor que la criatura!- que con la deliciosa vida de que yo disfrutaba desde el regreso de mi segundo viaje, acabé por perder completamente, entre las riquezas y el descanso, el recuerdo de los sinsabores sufridos y de los peligros que corrí, aburriéndome a la postre de la inacción monótona de mi existencia en Bagdad. Así es que mi alma deseó con ardor la mudanza y el espectáculo de las cosas de viaje. Y la misma afición al comercio, con su ganancia y su provecho, me tentó otra vez.

En el fondo, siempre la ambición es causa de nuestras desdichas. En breve debía yo comprobarlo del modo más espantoso.

Puse en ejecución inmediatamente mi proyecto, y después de proveerme de ricas mercancías del país, partí de Bagdad para Bassra.

Allí me esperaba un gran navío lleno ya de pasajeros y mercaderes, todos gente de bien, honrada, con buen corazón, hombres de conciencia y capaces de servirle a uno, por lo que se podría vivir con ellos en buenas relaciones. Así es que no dudé en embarcarme en su compañía dentro de aquel navío; y no bien me encontré a bordo, nos hicimos a la vela con la bendición de Alah para nosotros y para nuestra travesía.

Bajo felices auspicios comenzó, en efecto, nuestra navegación. En todos los, lugares que abordábamos hacíamos negocios excelentes, a la vez que nos paseábamos e instruíamos con todas las cosas nuevas que veíamos sin cesar.

Y nada, verdaderamente, faltaba a nuestra dicha, y nos hallábamos en el límite del desahogo y la opulencia.

Un día entre los días, estábamos en alta mar, muy lejos de los países musulmanes, cuando de pronto vimos que el capitán del navío se golpeaba con fuerza el rostro, se mesaba los pelos de la barba, desgarraba sus vestiduras y tiraba al suelo su turbante, después de examinar durante largo tiempo el horizonte.

Luego empezó a lamentarse, a gemir y a lanzar gritos de desesperación.

Al verlo, rodeamos todos al capitán, y le dijimos: "¿Qué pasa, ¡oh capitán!?" Contestó: "Sabed, ¡oh pasajeros de paz! que estamos a merced del viento contrario, y habiéndonos desviado de nuestra ruta, nos hemos lanzado a este mar siniestro. Y para colmar nuestra mala suerte, el Destino hace que toquemos en esa isla que veis delante de vosotros, y de la cual jamás pudo salir con vida nadie que arribara a ella. ¡Esa isla es la Isla de los Monos! ¡Me da el corazón que estamos perdidos sin remedio!"

Todavía no había acabado de explicarse el capitán, cuando vimos que rodeaba al navío una multitud de seres velludos cual monos, y más innumerable que una nube de langostas, en tanto que desde la playa de la isla otros monos, en cantidad incalculable, lanzaban chillidos que nos helaron de estupor. Y no osamos maltratar, atacar, ni siquiera espantar a ninguno de ellos, por miedo a que se abalanzasen todos sobre nosotros y nos matasen hasta el último, vista su superioridad numérica; porque no cabe duda de que la certidumbre de esta superioridad numérica aumenta el valor de quienes la poseen. No quisimos, pues, hacer ningún movimiento, aunque por todos lados nos invadían aquellos monos, que empezaban a apoderarse ya de cuanto nos pertenecía.

Eran muy feos. Eran; incluso, más feos que las cosas más feas que he visto hasta este día de mi vida. ¡Eran peludos y velludos, con ojos amarillos en sus caras negras; tenían poquísima estatura, apenas cuatro palmos, y sus muecas y sus gritos resultaban más horribles que cuanto a tal respecto pudiera imaginarse!

Por lo que afecta a su lenguaje, en vano nos hablaban y nos insultaban chocando las mandíbulas, ya que no lográbamos comprenderles, a pesar de la atención que a tal fin poníamos. No tardamos, por desgracia, en verles ejecutar el más funesto de los proyectos. Treparon por los palos, desplegaron las velas, cortaron con los dientes todas las amarras y acabaron por apoderarse del timón. Entonces, impulsado por el viento, marchó el navío contra la costa, donde encalló. Y los monos apoderáronse de todos nosotros, nos hicieron desembarcar sucesivamente, nos dejaron en la playa, y sin ocuparse más de nosotros para nada embarcaron de nuevo en el navío, al cual consiguieron poner a flote, y desaparecieron todos en él a lo lejos del mar.

Entonces, en el límite de la perplejidad, juzgamos inútil permanecer de tal modo en la playa contemplando el mar, y avanzamos por la isla, donde al fin descubrimos algunos árboles frutales y agua corriente, lo que nos permitió reponer un tanto nuestras fuerzas a fin de retardar lo más posible una muerte que todos creíamos segura.

Mientras seguíamos en aquel estado, nos pareció ver entre los árboles un edificio muy grande que se diría abandonado. Sentimos la tentación de acercarnos a él, y cuando llegamos a alcanzarle, advertimos que era un palacio de mucha altura, cuadrado, rodeado por sólidas murallas y que tenía una gran puerta de ébano de dos hojas. Como esta puerta estaba abierta y ningún portero la guardaba, la franqueamos y penetramos enseguida en una inmensa sala tan grande como un patio. Tenía por todo mobiliario la tal sala enormes utensilios de cocina y asadores de una longitud desmesurada; el suelo por toda alfombra, montones de huesos, ya calcinados unos, otros sin quemar aún. Dentro reinaba un olor que perturbó en extremo nuestro olfato. Pero como estábamos extenuados de fatiga y de miedo, nos dejamos caer cuan largos éramos y nos dormimos profundamente.

Ya se había puesto el sol, cuando nos sobresaltó un ruido estruendoso, despertándonos de repente; y vimos descender ante nosotros desde el techo a un ser negro con rostro humano, tan alto como una palmera, y cuyo aspecto era más horrible que el de todos los monos reunidos. Tenía los ojos rojos como dos tizones inflamados, los dientes largos y salientes como los colmillos de un cerdo, una boca enorme, tan grande como el brocal de un pozo, labios que le colgaban sobre el pecho, orejas movibles como las del elefante y que le cubrían los Hombros, y uñas ganchudas cual las garras del león.

A su vista, nos llenamos de terror, y después nos quedamos rígidos como muertos. Pero él fue a sentarse en un banco alto adosado a la pared, y desde allí comenzó a examinarnos en silencio y con toda atención uno a uno. Tras de lo cual se adelantó hacia nosotros, fue derecho a mí, prefiriéndome a los demás mercaderes, tendió la mano y me cogió de la nuca, cual podía cogerse un lío de trapos. Me dio vueltas y vueltas en todas direcciones, palpándome como palparía un carnicero cualquier cabeza de carnero. Pero sin duda no debió encontrarme de su gusto, liquidado por el terror como yo estaba y con la grasa de mi piel disuelta por las fatigas del viaje y la pena. Entonces me dejó, echándome a rodar por el suelo, y se apoderó de mi vecino más próximo y lo manoseó, como me había manoseado a mí, para rechazarle y luego apoderarse del siguiente. De este modo fue cogiendo uno tras de otro a todos los mercaderes, y le tocó ser el último en el turno al capitán del navío.

Aconteció que el capitán era un hombre gordo y lleno de carne, y naturalmente, era el más robusto y sólido de todos los hombres del navío. Así es que el espantoso gigante no dudó en fijarse en él al elegir; le cogió entre sus manos cual un carnicero cogería un cordero, le derribó en tierra le puso un pie en el cuello y le desnucó con un solo golpe. Empuñó entonces uno de los inmensos asadores en cuestión y se lo introdujo por la boca, haciéndolo salir por el ano. Entonces encendió mucha leña en el hogar que había en la sala, puso entre las llamas al capitán ensartado, y comenzó a darle vueltas lentamente hasta que estuvo en sazón. Le retiró del fuego entonces y empezó a trincharle en pedazos, como si se tratara de un pollo, sirviéndose para el caso de sus uñas. Hecho aquello, le devoró en un abrir y cerrar de ojos. Tras de lo cual chupó los huesos, vaciándolos de la medula, y los arrojó en medio del montón que se alzaba en la sala.

Concluida esta comida, el espantoso gigante fue a tenderse en el banco para digerir, y no tardó en dormirse, roncando exactamente igual que un búfalo a quien se degollara o como un asno a quien se incitara a rebuznar. Y así permaneció dormido hasta por la mañana. Le vimos entonces levantarse y alejarse como había llegado, mientras permanecíamos inmóviles de espanto.

Cuando tuvimos la certeza de que había desaparecido, salimos del silencio que guardamos toda la noche, y nos comunicamos mutuamente nuestras reflexiones y empezamos a sollozar y gemir pensando en la suerte que nos esperaba.

Y con tristeza nos decíamos: "Mejor hubiera sido perecer en el mar ahogados o comidos por los monos que ser asados en las brasas. ¡Por Alah, que se trata de una muerte detestable! Pero ¿qué hacer? ¡Ha de ocurrir lo que Alah disponga! ¡No hay recurso más que en Alah el Todopoderoso!"

Abandonamos entonces aquella casa y vagamos por toda la isla en busca de algún escondrijo donde resguardarnos; pero fue en vano, porque la isla era llana y no había en ella cavernas ni nada que nos permitiese sustraernos a la persecución. Así es que, como caía la tarde, nos pareció más prudente volver al palacio.

Pero apenas llegamos, hizo su aparición en medio del ruido atronador el horrible hombre negro, y después del palpamiento y el manoseo, se apoderó de uno de mis compañeros mercaderes, ensartándole enseguida, asándole y haciéndole pasar a su vientre, para tenderse luego en el banco y roncar hasta la mañana como un bruto degollado. Despertóse entonces y se desperezó, gruñendo ferozmente, y se marchó sin ocuparse de nosotros y cual si no nos viera.

Cuando partió, como habíamos tenido tiempo de reflexionar sobre nuestra triste situación, exclamamos todos a la vez: "Vamos a tirarnos al mar para morir ahogados, mejor que perecer asados y devorados. ¡Porque debe ser una muerte terrible!"

Al ir a ejecutar este proyecto, se levantó uno de nosotros y dijo: "¡Escuchadme, compañeros! ¡No creéis que vale quizás más matar al hombre negro antes de que nos extermine?" Entonces levanté a mi vez yo el dedo y dije: "¡Escuchadme, compañeros! ¡Caso de que verdaderamente hayáis resuelto matar al hombre negro, sería preciso antes comenzar por utilizar los trozos de madera de que está cubierta la playa, con objeto de construirnos una balsa en la cual podamos huir de esta isla maldita después de librar a la Creación de tan bárbaro comedor de musulmanes! ¡Bordeamos entonces en cualquier isla donde esperaremos la clemencia del Destino, que nos enviará algún navío para regresar a nuestro país!

De todos modos, aunque naufrague la balsa y nos ahoguemos, habremos evitado que nos asen y no habremos cometido la mala acción de matarnos voluntariamente. ¡Nuestra muerte será un martirio que se tendrá en cuenta el día de la Retribución!" Entonces exclamaron los mercaderes: "¡Por Alah! ¡Es una idea excelente y una acción razonable!"

Al momento nos dirigimos a la playa y construimos la balsa en cuestión, en la cual tuvimos cuidado de poner algunas provisiones, tales como frutas y hierbas comestibles; luego volvimos al palacio para esperar, temblando, la llegada del hombre negro.

Llegó precedido de un ruido atronador, y creímos ver entrar a un enorme perro rabioso. Todavía tuvimos necesidad de presenciar sin un murmullo cómo ensartaba y asaba a uno de nuestros compañeros, a quien escogió por su grasa y buen aspecto, tras del palpamiento y manoseo. Pero cuando el espantoso bruto se durmió y comenzó a roncar de un modo estrepitoso, pensamos en aprovecharnos de su sueño con objeto de hacerle inofensivo para siempre.

Cogimos a tal fin dos de los inmensos asadores de hierro, y los calentamos al fuego hasta que estuvieron al rojo blanco; luego los empuñamos fuertemente por el extremo frío, y como eran muy pesados, llevamos entre varios cada uno. Nos acercamos a él quedamente, y entre todos hundimos a la vez ambos asadores en ambos ojos del horrible hombre negro que dormía, y apretamos con todas nuestras fuerzas para que cegase en absoluto.

Debió sentir seguramente un dolor extremado, porque el grito que lanzó fue tan espantoso, que al oírlo rodamos por el suelo a una distancia respetable. Y saltó él a ciegas, y aullando y corriendo en todos sentidos, intentó coger a alguno de nosotros. Pero habíamos tenido tiempo de evitarlo y echarnos al suelo de bruces a su derecha y a su izquierda, de manera que a cada vez sólo se encontraba con el vacío. Así es que, viendo que no podía realizar su propósito acabó por dirigirse a tientas a la puerta y salió dando gritos espantosos.

Entonces, convencidos de que el gigante ciego moriría por fin en su suplicio, comenzamos a tranquilizarnos, y nos dirigimos al mar con paso lento. Arreglamos un poco mejor la balsa, nos embarcamos en ella, la desamarramos de la orilla, y ya íbamos a remar para alejarnos, cuando vimos al horrible gigante ciego que llegaba corriendo, guiado por una hembra gigante, todavía más horrible y antipática que él.

Llegados que fueron a la playa, lanzaron gritos amedrentadores al ver que nos alejábamos; después cada uno de ellos comenzó a apedrearnos, arrojando a la balsa trozos de peñasco. Por aquel procedimiento consiguieron alcanzarnos con sus proyectiles y ahogar a todos mis compañeros, excepto dos. En cuanto a los tres que salimos con vida, pudimos al fin alejarnos y ponernos fuera del alcance de los peñascos que lanzaban.

Pronto llegamos a alta mar, donde nos vimos a merced del viento y empujados hacia una isla que distaba dos días de aquella en que creímos perecer ensartados y asados. Pudimos encontrar allí frutas, con lo que nos libramos de morir de hambre; luego, como la noche era ya avanzada, trepamos a un gran árbol para dormir en él.

Por la mañana, cuando nos despertamos, lo primero que se presentó ante nuestros ojos asustados fue una terrible serpiente tan gruesa como el árbol en que nos hallábamos, y que clavaba en nosotros sus ojos llameantes y abría una boca tan ancha como un horno. Y de pronto se irguió, y su cabeza nos alcanzó en la copa del árbol. Cogió con sus fauces a uno de mis dos compañeros y lo engulló hasta los hombros, para devorarle por completo casi inmediatamente. Y al punto oímos los huesos del infortunado crujir en el vientre de la serpiente, que bajó del árbol y nos dejó aniquilados de espanto y de dolor.

Y pensamos: "¡Por Alah, este nuevo género de muerte es más detestable que el anterior! La alegría de haber escapado del asador del hombre negro, se convierte en un presentimiento peor aún que cuanto hubiéramos de experimentar! ¡No hay recurso más que en Alah!"

Tuvimos enseguida alientos para bajar del árbol y recoger algunas frutas, que comimos, satisfaciendo nuestra sed con el agua de los arroyos. Tras de lo cual, vagamos por la isla en busca de cualquier abrigo más seguro que el de la precedente noche, y acabamos por encontrar un árbol de una altura prodigiosa. Trepamos a él al hacerse de noche, y ya instalados lo mejor posible, empezábamos a dormirnos, cuando nos despertó un silbido seguido de un rumor de ramas tronchadas, y antes de que tuviésemos tiempo de hacer un movimiento para escapar, la serpiente cogió a mi compañero, que se había encaramado por debajo de mí, y de un solo golpe le devoró hasta las tres cuartas partes. La vi luego enroscarse al árbol, haciendo rechinar los huesos de mi último compañero hasta que terminó de devorarle. Después se retiró, dejándome muerto de miedo.

Continué en el árbol sin moverme hasta por la mañana, y únicamente entonces me decidí a bajar. Mi primer movimiento fue para tirarme al mar con objeto de concluir una vida miserable y llena de alarmas cada vez más terribles; en el camino me paré, porque mi alma, don precioso, no se avenía a tal resolución; y me sugirió una idea a la cual debo el haberme salvado.

Empecé a buscar leña, y encontrándola en seguida, me tendí en tierra y cogí una tabla grande que sujeté a las plantas de mis pies en toda su extensión; cogí luego una segunda tabla que até a mi costado izquierdo, otra a mi costado derecho, la cuarta me la puse en el vientre, y la quinta, más ancha y más larga que las anteriores, la sujeté a mi cabeza. De este modo me encontraba rodeado por una muralla de tablas que oponían en todos sentidos un obstáculo a las fauces de la serpiente. Realizado aquello, permanecí tendido en el suelo, y esperé lo que me reservaba el Destino.

Al hacerse de noche, no dejó de ir la serpiente. En cuanto me vio, arrojose sobre mí dispuesta a sepultarme en su vientre; pero se lo impidieron las tablas. Se puso entonces a dar vueltas a mi alrededor, intentando cogerme por algún lado más accesible; pero no pudo lograr su propósito, a pesar de todos sus esfuerzos, y aunque tiraba de mí en todas direcciones. Así pasó toda la noche haciéndome sufrir, y yo me creía ya muerto y sentía en mi rostro su aliento nauseabundo. Al amanecer me dejó por fin, y se alejó muy furiosa, en el límite de la cólera y de la rabia.

Cuando estuve seguro de que se había alejado del todo, saqué la mano y me desembaracé de las ligaduras que me ataban a las tablas. Pero había estado en una postura tan incómoda, que en un principio no logré moverme, y durante varias horas creí no poder recobrar el uso de mis miembros. Pero al fin conseguí ponerme en pie, y poco a poco pude andar y pasearme por la isla. Me encaminé hacia el mar, y apenas llegué descubrí en lontananza un navío que bordeaba la isla velozmente a toda vela.

Al verlo me puse a agitar los brazos y gritar como un loco; luego desplegué la tela de mi turbante, y atándola a una rama de árbol, la levanté por encima de mi cabeza y me esforcé en hacer señales para que me advirtiesen desde el navío.

El destino quiso que mis esfuerzos no resultasen inútiles. No tardé, efectivamente, en ver que el navío viraba y se dirigía a tierra; y poco después fui recogido por el capitán y sus hombres.

Una vez a bordo del navío, empezaron por proporcionarme vestidos y ocultar mi desnudez, ya que desde hacía tiempo había yo destrozado mi ropa; luego me ofrecieron manjares para que comiera, lo cual hice con mucho apetito, a causa de mis pasadas privaciones; pero lo que me llegó especialmente al alma fue cierta agua fresca en su punto y deliciosa en verdad, de la que bebí hasta saciarme. Entonces se calmó mi corazón y se tranquilizó mi espíritu, y sentí que el reposo y el bienestar descendían por fin a mi cuerpo extenuado.

Comencé, pues, a vivir de nuevo tras de ver a dos pasos de mí, la muerte, y bendije a Alah por su misericordia, y le di gracias por haber interrumpido mis tribulaciones. Así es que no tardé en reponerme completamente de mis emociones y fatigas, hasta el punto de casi llegar a creer que todas aquellas calamidades habían sido un sueño. Nuestra navegación resultó excelente, y con la venia de Alah el viento nos fue favorable todo el tiempo, y nos hizo tocar felizmente en una isla llamada Salahata, donde debíamos hacer escala, y en cuya rada ordenó anclar el capitán, para permitir a los mercaderes desembarcar y despachar sus asuntos.

Cuando estuvieron en tierra los pasajeros, como era el único a bordo que carecía de mercancías para vender o cambiar, el capitán se acercó a mí y me dijo: "¡Escucha lo que voy a decirte! Eres un hombre pobre y extranjero, y por ti sabemos cuántas pruebas has sufrido en tu vida. ¡Así, pues, quiero serte de alguna utilidad ahora y ayudarte a regresar a tu país, con el fin de que cuando pienses en mí lo hagas gustoso e invoques para mi persona todas las bendiciones!"

Yo le contesté: "Ciertamente, ¡oh capitán! que no dejaré de hacer votos en tu favor". Y él dijo: "Sabe que hace algunos años vino con nosotros un viajero que se perdió en una isla en que hicimos escala. Y desde entonces no hemos vuelto a tener noticias suyas, ni sabemos si ha muerto o si vive todavía. Como están en el navío depositadas las mercancías que dejó aquel viajero, abrigo la idea de confiártelas para que, mediante un corretaje provisional sobre la ganancia, las vendas en esta isla y me des su importe, a fin de que a mi regreso a Bagdad pueda yo entregarlo a sus parientes o dárselo a él mismo, si consiguió volver a su ciudad".

Y contesté yo: "¡Te soy deudor del bienestar y la obediencia!, ¡oh señor! ¡Y verdaderamente eres acreedor a mi mucha gratitud, ya que quieres proporcionarme una honrada ganancia!"

Entonces el capitán ordenó a los marineros que sacasen de la cala las mercancías y las llevaran a la orilla, para que yo me hiciera cargo de ellas. Después llamó al escriba del navío y le dijo que las contase y las anotase fardo por fardo. Y contestó el escriba: "¿A quién pertenecen estos fardos y a nombre de quién debo inscribirlos?" El capitán respondió: "El propietario de estos fardos se llamaba Sindbad el Marino, Ahora inscríbelos a nombre de ese pobre pasajero y pregúntale cómo se llama".

Al oír aquellas palabras del capitán, me asombré prodigiosamente, y exclamé: "¡Pero si Sindbad el Marino soy yo!" Y mirando atentamente al capitán, reconocí en él al que al comienzo de mi segundo viaje me abandonó en la isla donde me quedé dormido.

Ante descubrimiento tan inesperado, mi emoción llegó a sus últimos límites, y añadí: "¡Oh capitán! ¿No me reconoces? ¡Soy el pobre Sindbad el Marino, oriundo de Bagdad! ¡Escucha mi historia! Acuérdate, ¡oh capitán! de que fui yo quien desembarcó en la isla hace tantos años sin que hubiera vuelto. En efecto, me dormí a la orilla de un arroyo delicioso, después de haber comido, y cuando desperté ya había zarpado el barco. ¡Por cierto que me vieron muchos mercaderes de la montaña de diamantes, y podrían atestiguar que soy yo el propio Sindbad el Marino!"

Aun no había acabado de explicarme, cuando uno de los mercaderes que habían subido por mercaderías a bordo se acercó a mí, me miró atentamente, y en cuanto terminé de hablar, palmoteó sorprendido, y exclamó:

"¡Por Alah! Ninguno me creyó cuando hace tiempo relaté la extraña aventura que me acaeció un día en la montaña de diamantes, donde, según dije, vi a un hombre atado a un cuarto de carnero y transportado desde el valle a la montaña por un pájaro llamado rokh. ¡Pues bien; he aquí aquel hombre! ¡Este mismo es Sindbad el Marino, el hombre generoso que me regaló tan hermosos diamantes!" Y tras de hablar así, el mercader corrió a abrazarme como un hermano ausente que se encuentra de pronto a su hermano.

Entonces me contempló un instante el capitán del navío y en seguida me reconoció también por Sindbad el Marino. Y me tomó en sus brazos como lo hubiera hecho con su hijo, me felicitó por estar con vida todavía, y me dijo: "Por Alah, ¡oh señor! ¡que es asombrosa tu historia y prodigiosa tu aventura! ¡Pero bendito sea Alah, que permitió nos reuniéramos, e hizo que encontraras tus mercancías y tu fortuna!"

Luego dio orden de que llevaran mis mercancías a tierra para que yo las vendiese, aprovechándome de ellas por completo aquella vez. Y, efectivamente, fue enorme la ganancia que me proporcionaron, indemnizándome con mucho de todo el tiempo que había perdido hasta entonces.

Después de lo cual, dejamos la isla Salahata y llegamos al país de Sínd, donde vendimos y compramos igualmente.

En aquellos mares lejanos vi cosas asombrosas y prodigios innumerables, cuyo relato no puedo detallar. Pero, entre otras cosas, vi un pez que tenía el aspecto de una vaca y otro que parecía un asno. Vi también un pájaro que nacía del nácar marino y cuyas crías vivían en la superficie de las aguas, sin volar nunca sobre tierra.

Más tarde continuamos nuestra navegación, con la venia de Alah, y a la postre llegamos a Bassra, donde nos detuvimos pocos días, para entrar por último en Bagdad.

Entonces me dirigí a mi calle, penetré en mi casa, saludé a mis parientes, a mis amigos y a mis antiguos compañeros, e hice muchas dádivas a viudas y a huérfanos. Porque había regresado más rico que nunca, a causa de los últimos negocios hechos al vender mis mercancías.

Pero mañana, si Alah quiere, ¡oh amigos míos! os contaré la historia de mi cuarto viaje, que supera en interés a las tres que acabáis de oír".

Luego Sindbad el Marino, como los anteriores días, hizo que dieran cien monedas de oro a Sindbad el Cargador, invitándole a volver al día siguiente.

No dejó de obedecer el cargador, y volvió al otro día para escuchar lo que había de contar Sindbad el Marino cuando terminase la comida...

 



Ilustrado por Henry Justice Ford, 1898

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Traducción de Vicente Blasco Ibáñez de la versión francesa de Joseph-Charles Mardrus (1889)


Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), tr. y ed. Las Mil y Una Noches. Prometeo. El contenido está disponible bajo los términos de GNU Free Documentation License