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CLAUS EL GRANDE Y CLAUS EL CHICO

de Hans Chistian Andersen


En un pueblo vivían dos hombres que tenían el mismo nombre. Ambos se llamaban Claus, pero el uno tenía cuatro caballos y el otro no tenía más que uno; para distinguirlos, pues, se llamaba al primero Claus el grande y al otro Claus el chico.

Veréis ahora lo que sucedió a los dos. Es una historia verdadera.

Durante la semana, Claus el chico tenía que labrar la tierra de Claus el grande y pr4estarle su único caballo; en cambio Claus el grande le ayudaba con sus cuatro caballos, pero solo una vez a la semana, los domingos. Y cómo Claus el chico hacía chasquear su látigo los domingos por encima de los cinco caballos. Aquel día eran como suyos. El sol brillaba magníficamente. Las campanas llamaban al pueblo a la iglesia; hombres y mujeres vestidos con sus mejores trajes, pasaban delante de Claus el chico que labraba la tierra con aspecto alegre, haciendo chasquear su látigo y diciendo:

-¡Hala, caballos míos!

-No debes decir esto, -decía Claus el grande, porque tuyo no es más que uno.

-¡Hala, caballos míos!

-Por última vez, -le dijo Claus el grande, -no repitas más esas palabras. Si lo vuelves a decir le pego tal golpe en la cabeza a tu caballo que le dejo muerto en el acto.

-No lo diré más, -repuso Claus el chico, pero en cuanto pasó más gente que le saludó amigablemente con la cabeza, se puso tan contento y orgulloso de poder labrar su campo con cinco caballos que hizo chasquear su látigo, gritando:

-¡Hala caballos míos!

-Yo te enseñaré eso de ¡hala! Caballos tuyos, -dijo Claus el grande, -y agarrando una maza pegó un golpe tan fuerte en la cabeza del caballo de Claus el chico, que le derribó muerto en el acto.

Su amo comenzó a llorar y a lamentarse:

-¡Ay, ya no tengo caballo ninguno! –decía.

Después desolló al animal muerto, secó la piel al viento, la metió en un saco que se echó a las espaldas y se fue al pueblo a venderla.

El camino era largo y tuvo que pasar por un gran bosque oscuro: hacía un tiempo espantoso. Claus el chico se extravió, y antes que pudo encontrar el camino, llegó la noche; era imposible llegar a la ciudad o volver a casa.

Cerca del camino había una gran granja y aunque las maderas de las ventanas estaban cerradas, se veía brillar la luz.” Acaso me permitan pasar aquí la noche”, -pensó y llamó a la puerta. La mujer le abrió; pero cuando supo lo que quería, le dijo que continuara su camino, que su marido había salido y que ella no recibía a extraños.

-Sea, me acostaré fuera, -respondió, - Y la mujer cerró la puerta.

Cerca de la casa había un pajar con el techo en forma de cabaña lleno de heno.

-Me acostaré aquí, -dijo Claus el chico. Es una excelente cama y no hay más peligro que el que la cigueña me pique las piernas.

Sobre el techo, donde tenía su nido, había una cigueña.

Trepó al pajar y se acostó en él, revolviéndose muchas veces para tomar una postura cómoda. Las maderas de las ventanas de la casa no cerraban bien, y pudo ver lo que pasaba en la habitación. Veía allí puesta una gran mesa adornada con un asado, un rico pescado y botellas de vino. La campesina y el sacristán estaban en la mesa y nadie más.

Ella le echaba vino y él se regalaba con el pescado que le agradaba mucho.

-¡Quién pudiera compartir con ellos! –dijo Claus el chico, y alargó la cabeza para ver mejor. -¡Caramba!¡Qué pastel tan delicioso! ¡Gran Dios, qué festín!

De pronto, un hombre a caballo llegó a la casa; era el marido de la campesina que regresaba.

-Era un hombre excelente, pero tenía una debilidad extraña: no podía ver a un sacristán; si por casualidad encontraba uno se ponía furioso. Por eso el sacristán había aprovechado la ocasión para hacer una visita a la mujer y darla los buenos días mientras el marido estaba ausente, y la buena mujer, para hacerle los honores, le estaba sirviendo una deliciosa cena. Para evitar disgustos, cuando sintió que su marido venía, rogó a su convidado que se ocultara en un gran cofre vacío, que estaba en un rincón, lo cual hizo él de muy buena gana, puesto que sabía que el pobre hombre no podía ver a un sacristán. Enseguida la mujer encerró la magnífica comida y el vino en el horno, porque si su marido lo hubiera visto, seguramente hubiera preguntado qué significaba esto.

-¡Qué lástima! –repuso Claus el chico, viendo desde el pajar desaparecer la comida.

-¿Hay alguien ahí arriba? –preguntó el campesino volviéndose y viendo a Claus el chico.

-¿Por qué te acuestas ahí? Baja pronto y entra en la casa.

-Claus el chico le contó cómo se había extraviado y le pidió hospitalidad por aquella noche.

-Con mucho gusto, -respondió el campesino, -pero comamos primero un poco.

-La mujer recibió a los dos amabilidad, preparó de nuevo la mesa y sirvió un gran plato de arroz. El campesino, que tenía hambre, comió con buen apetito: pero Claus el chico pensaba en el delicioso asado, en el pastel y en el pescado escondidos en el horno.

-Había echado bajo la mesa el saco que contenía la piel de caballo, ya sabemos que para venderla en la ciudad se había puesto en camino. Como no le acababa de gustar el arroz, daba pisotones al saco e hizo rechinar la piel seca.

-¡Chist! –dijo a su saco; pero en el mismo momento le hizo rechinar más fuerte.

-¿Qué tienes en el saco? –le preguntó el campesino.

-Un hechicero, -respondió Claus; -no quiere que comamos arroz y dice que por un efecto de su magia hay en el horno un asado, un pescado y un pastel.

-Eso no es posible,-dijo el campesino, abriendo enseguida el horno, y descubrió en él los soberbios manjares que su mujer había ocultado y creyó que el hechicero había hecho este prodigio. La mujer no se atrevió a decir nada, sino colocó los manjares sobre la mesa y ellos se pusieron a comer pescado, asado y pastel.

Claus hizo de nuevo rechinar su piel.

-¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino.

-Dice que ha hecho poner para nosotros tres botellas de vino, que también están en el horno.

Y la mujer tuvo que servirles el vino que había escondido, y su marido se puso a beber alegrándose cada vez más. De buena gana hubiera querido tener un hechicero semejante al que tenía en el saco Claus el chico.

-¿Podrá enseñarme también al diablo? - preguntó el campesino, - quisiera verle ahora que estoy alegre.

-Sí, - dijo Claus, - mi hechicero puede todo lo que le mando.

- ¡Eh!, tú, ¿no es verdad? - preguntó e hizo rechinar el saco.

- ¿Oyes? ¡Dice que sí! Pero el diablo es muy feo, no merece la pena verle.

- ¡Oh! ¡No tengo miedo! ¿Qué facha tendrá?

- Se aparecerá delante de nosotros bajo la forma de un sacristán.

-¡Uf! ¡Qué feo! Es menester que sepáis que no puedo soportar la vista de un sacristán. Pero no importa, como sé que es el diablo tendré valor. Sólo que no se me aproxime.

- ¡Pon atención!- dijo Claus, - voy a interrogar a mi mago, - y acercó su oído al saco...

- ¿Qué dice?

- Dice que os acerquéis a ese gran cofre que está ahí en ese rincón, que lo abráis y veréis al diablo, pero es necesario sostener bien la tapa para que el malvado no se escape.

- ¿Queréis ayudarme a sostenerla? - preguntó el campesino acercándose al cofre donde la mujer había ocultado al verdadero sacristán que daba diente con diente de miedo.

El campesino levantó un poco la tapa.

- ¡Uf! - gritó dando un salto atrás. - ya le he visto. Se parece todo al sacristán de nuestra iglesia; ¡es horrible!

Enseguida se pusieron a beber hasta muy avanzada la noche.

- Véndeme tu hechicero, - dijo el campesino, -pide por el todo lo que quieras, una bolsa de monedas de plata te doy por él.

- No puedo, - respondió Claus el chico, - piensa en lo útil que me es este hechicero.

- Sin embargo, tendría tanto gusto en tenerlo...- dijo el campesino insistiendo.

- Sea. - dijo por fin Claus el chico, - pues que has sido tan bueno y me has dado hospitalidad te cederé el hechicero por una fanega de monedas de plata: pero me la has de dar bien medida.

-Quedarás satisfecho: - dijo el campesino -, sólo te ruego que te lleves el cofre; no quiero que esté ni una hora más en mi casa. ¡Quizá el diablo esté en él todavía!

Con esto, Claus el chico dio al campesino su saco con la piel seca, recibiendo en cambio una fanega de plata. Además le regaló un gran carretón para transportar la plata y el cofre.

- Adiós, - dijo: - y se alejó; llevándose el dinero y el cofre en que estaba todavía encerrado el pobre sacristán.

Al otro lado del bosque había un río muy grande y profundo, el agua tenía tal fuerza, que casi era imposible nadar contra la corriente. Habían construido un puente para atravesar el río. Parose Claus en este puente y dijo en alta voz para que el sacristán lo oyese.

-¿Qué haré de este dichoso cofre? Pesa como si estuviese lleno de piedras. Ya estoy cansado de llevarle, lo mejor será que le eche al río. Si el agua le lleva a mi casa, tanto mejor, pero si no tampoco me importa mucho.

Enseguida levantó el cofre con una mano como si quisiera tirarle al agua.

- ¡Espera, espera! - gritó el sacristán desde el cofre. -¡ Déjame salir primero!

- ¡Oh! - gritó Claus el chico, fingiendo asustarse, ¡el diablo está aun en él! ¡Al río, para que se ahogue!

-¡ No, no! - gritó el sacristán -, no lo hagas y te daré una fanega de plata.

- Eso es diferente -, respondió Claus el chico abriendo el cofre.

El sacristán salió inmediatamente, echó el cofre vacío al agua y volvió a su casa para dar a Claus el chico la fanega de plata.

Con lo que le había dado ya el campesino, tenía el carretón lleno de dinero.

- No me han pagado mal el caballo, - se dijo

-Una vez en su casa y en su habitación, amontonó en el suelo todas las monedas.

- Claus el grande rabiará cuando sepa toda la riqueza que mi único caballo me ha producido, sin embargo no le diré toda la verdad.

Enseguida envió a un muchacho a casa de Claus el grande a rogarle que le prestara una fanega vacía.

-¿Qué quiere hacer? - Pensó Claus el grande.

Y bañó el fondeo de pegamento a fin de que se quedase alguna cosa adherida. Cuando le devolvieron la medida se encontró con que había pegadas tres grandes monedas nuevas de plata.

-¿Qué es esto?- Exclamó, y corrió inmediatamente a casa de Claus el chico.

-¿De dónde tienes tú todo ese dinero?

- De mi piel de caballo, que la vendí ayer tarde.

- ¡Te la han pagado bien! - Contestó Claus el grande.

Volvió a su casa muy deprisa, cogió un hacha, mató sus cuatro caballos. Luego los desolló y llevó las pieles a la ciudad.

-¡Pieles!,¡pieles!¿Quién quiere comprar pieles? -Gritó por todas las calles.

Los zapateros y curtidores acudieron a él para preguntarle el precio.

-Una fanega de plata por cada una, - respondió Claus el grande.

-¿Estás loco?, ¿piensas que tenemos la plata por fanegas?

-¡Pieles!, ¡pieles!- continuó, -¿quién quiere comprar pieles?

Y cuando alguno preguntaba su precio:

- Una fanega de plata por cada una, - respondía.

-¡Quiere burlarse de nosotros! - Exclamaron todos al fin, y cogiendo los zapateros sus tirapiés y los curtidores sus delantales, comenzaron a zurrar a Claus el grande.

-¡Pieles!, ¡pieles!- gritaban burlándose de él, - ¡ya te arreglaremos la piel y te la pondremos verde y azul! ¡Fuera de la ciudad!

Y Claus el grande tuvo que huir a toda prisa.

Nunca le habían zurrado tan perfectamente.

- Bueno, -dijo, una vez que entró en su casa: Claus el chico que tiene la culpa de todo esto, me lo pagará. ¡ Le mato!

Y en cuanto entró en su casa, cogió un saco grande y fue a la de Claus el chico y le dijo: -Por segunda vez te has burlado de mí. Primero maté mis cuatro caballos, luego a mi abuela; ¡tú eres la causa de todo el mal, pero no me volverás a engañar!

Y agarrando a Claus el chico por medio del cuerpo, le metió en el saco y se lo echó al hombro, diciendo:

- ¡Te voy a ahogar!

El camino hasta el río era largo, y Claus el chico carga pesada. En el camino el asesino llegó a una taberna, donde entró para tomar un refresco, dejando el saco detrás de la puerta, pensando que Claus el chico no se podría escapar.

- ¡Ay!, ¡ay! - suspiró Claus el chico en el saco, volviéndose y revolviéndose, pero sin poder desatar la cuerda que le cerraba.

En aquel momento pasó por allí un viejo pastor con el pelo blanco y un cayado, llevando delante una manada de vacas y toros; dieron contra el saco en que estaba Claus el chico y lo tiraron.

-¡Ay, pobre de mí!, - suspiró Claus el chico, - ¡tan joven y ya entrar en el Paraíso!

-¡Y yo pobre de mí!-Dijo el pastor, - tan viejo y aun no puedo llegar a él.

-¡Abre el saco! - Exclamó Claus el chico y ponte en mi lugar; pronto estarás en el Paraíso!

-¡Con mucho gusto! - Dijo el viejo pastor abriendo el saco y dejando salir de él a Claus el chico.

-¿Pero querrás guardar mi rebaño? - Dijo el viejo y entró en el saco que Claus el chico cerró y se marchó llevándose todo el rebaño.

Algunos momentos después Claus el grande salió de la taberna y se echó el saco a la espalda. Le pareció más ligero, porque el viejo pastor pesaba la mitad de lo que Claus el chico.

-¡Es el vino que me ha dado fuerzas! - Dijo. Y cuando llegó al río arrojó al pastor a él, y dijo, creyendo que era Claus el pequeño:

-¡Ahora no te burlarás más de mí!

Luego tomó el camino de su casa; pero al llegar a la encrucijada se halló con Claus el chico que llevaba delante de sí todo el rebaño.

-¿Qué es eso? - Exclamó Claus el grande, -¿ no te he ahogado?

-¡Sí, me tiraste al río hace media hora!

-¿Pero de dónde te ha venido ese magnífico rebaño?

-¡Son vacas del mar!, - dijo Claus el chico. - Voy a contarte todo lo que ha pasado, después de darte las gracias por haberme tirado al río, porque ahora soy rico para siempre, créemelo ¡Encerrado en el saco tenía tanto miedo! El viento me silbaba en los oídos cuando me echaste al agua fría. Fui inmediatamente al fondo pero sin hacerme daño, pues hay una hierba larga y muy suave. En breve se abrió el saco, y una preciosa joven vestida de blanco con una corona de hojas verdes en la cabeza, me cogió de la mano y me dijo:

- Por fin llegaste, mi querido Claus el chico; por lo tanto toma este ganado. Una legua más allá hay otro tanto, que te regalo igualmente.

Comprendí entonces que el río es para el pueblo de la mar un gran camino real. ¡Que hermoso estaba esto, cuantas flores y qué campos de verdura se veían allí! Sentía a los peces nadar alrededor de mi cabeza, como aquí los pájaros vuelan por el aire. La gente qué guapa y el ganado que pacía ¡qué hermoso¡

-¿Pero por qué te has vuelto tan pronto? _ Preguntó Claus el grande, - yo no lo hubiera hecho si es verdad que allá abajo todo es tan hermoso.

- Precisamente ahí he demostrado mi talento. ¿No has oído que la joven había dicho que una legua más allá había otro tanto ganado. Pues bien, emprendí camino, pero como rodea mucho, me he subido para ir por tierra derechamente al sitio donde está el ganado, con eso me ahorro la mitad del camino.

-¡Qué afortunado eres! - Dijo Claus el grande -¿Crees tú que también tendría yo un rebaño de vacas si bajase al fondo del río?

-¡Ya lo creo!- Dijo Claus el chico, - pero yo no podré llevarte en el saco hasta allí, porque pesas demasiado; pero si quieres ir y después encerrarte en el saco, yo te echaré con el mayor placer.

-¡Muchísimas gracias! -Dijo Claus el grande: - pero si no vuelvo con un rebaño de vacas de la mar, te daré una buena paliza

-¡Oh, no seas tan malo! - replicó Claus el chico, y se pusieron en camino.

Cuando las vacas, que tenían sed, vieron el agua escaparon a correr para beberla.

-¡Mira cómo escapan! - Dijo Claus el chico, - les falta tiempo para volverse al fondo.

-Ya va, -dijo Claus el chico; sin embargo, metió una enorme piedra en el saco, lo ató y lo tiró al agua.

¡Plum!, hete aquí que Claus el grande cayó al río y fue al fondo instantáneamente.

-¡Temo, que después de todo no encontrará el ganado!- Dijo Claus el chico y se volvió a su casa con lo que tenía.



Ilustrado por Wilhelm Petersen, 1872



Hans Chistian Andersen. Cuentos de Hans Chistian Andersen. El contenido está disponible bajo los términos de GNU Free Documentation License